sábado, 11 de junio de 2016

42. La Tregua - Mario Benedetti.

1. Me acerqué, yo también miré cómo llovía, no dijimos nada por un rato. De pronto tuve conciencia de que ese momento, de que esa rebanada de cotidianidad, era el grado máximo de bienestar, era la Dicha. Nunca había sido tan plenamente feliz como en ese momento, pero tenía la hiriente sensación de que nunca más volvería a serlo, por lo menos en ese grado, con esa intensidad. La cumbre es así, claro que es así. Además estoy seguro de que la cumbre es sólo un segundo, un brevesegundo, un destello instantáneo, y no hay derecho a prórrogas.
2. Han llegado al máximo. Para un futbolista, el máximo significa llegar un día a integrar el combinado nacional; para un místico, comunicarse alguna vez con su Dios; para un sentimental, hallar en alguna ocasión en otro ser el verdadero eco de sus sentimientos. Para esta pobre gente, en cambio, el máximo es llegar a sentarse en los butacones directoriales, experimentar la sensación (que para otros sería tan incómoda) de que algunos destinos están en sus manos, hacerse la ilusión de que resuelven, de que disponen, de que son alguien. Hoy, sin embargo, cuando yo los miraba, no podía hallarles cara de Alguien sino de Algo. Me parecen Cosas, no Personas. Pero, ¿qué les pareceré yo? Un imbécil, un incapaz, una piltrafa que se atrevió a rechazar una oferta del Olimpo. Una vez, hace muchos años, le oí decir al más viejo de ellos: El gran error de algunos hombres de comercio es tratar a sus empleados como si fueran seres humanos. Nunca me olvidé ni me olvidaré de esa frasecita, sencillamente porque no la puedo perdonar. No sólo en mi nombre, sino en nombre de todo el género humano. Ahora siento la fuerte tentación de dar vuelta la frase y pensar: El gran error de algunos empleados es tratar a sus patrones como si fueran personas. Pero me resisto a esa tentación. Son personas. No lo parecen, pero son. Y personas dignas de una odiosa piedad, de la más infamante de las piedades, porque la verdad es que se forman una cáscara de orgullo, un repugnante empaque, una sólida hipocresía, pero en el fondo son huecos. Asquerosos y huecos. Y padecen la más horrible variante de la soledad: la soledad del que ni siquiera se tiene a sí mismo.
3. La teoría de ella, la gran teoría de su vida, la que la mantiene en vigor es que la felicidad, la verdadera felicidad, es un estado mucho menos angélico y hasta bastante menos agradable de lo que uno tiende siempre a soñar. Ella dice que la gente acaba por lo general sintiéndose desgraciada, nada más que por haber creído que la felicidad era una permanente sensación de indefinible bienestar, de gozoso éxtasis, de festival perpetuo. No, dice ella, la felicidad es bastante menos (o quizá bastante más, pero de todos modos otra cosa) y es seguro que muchos de esos presuntos desgraciados son en realidad felices, pero no se dan cuenta, no lo admiten, porque ellos creen que están muy lejos del máximo bienestar.
4. ...y así como estaba, mirando hacia arriba, con la nuca apoyada en la puerta, empezó a llorar. Y no era el famoso llanto de felicidad. Era ese llanto que sobreviene cuando uno se siente opacamente desgraciado. Cuando alguien se siente brillantemente desgraciado, entonces sí vale la pena llorar con acompañamiento de temblores, convulsiones, y, sobre todo, con público. Pero, cuando además de des- graciado, uno se siente opaco, cuando no queda sitio para la rebeldía, el sacrificio o la heroicidad, entonces hay que llorar sin ruido, porque nadie puede ayudar y porque uno tiene conciencia de que eso pasa y al final se retoma el equilibrio, la normalidad.
5. Vine ansioso por verificar, por comprobarlo todo. Lo del viernes fue una cosa única, pero torrencial. Pasó todo tan rápido, tan natural, tan felizmente, que no pude tomar ni una sola anotación mental. Cuando se está en el foco mismo de la vida, es imposible reflexionar. Y yo quiero reflexionar, medir lo más aproximadamente posible esta cosa extraña que me está pasando, reconocer mis propias señales, compensar mi falta de juventud con mi exceso de conciencia.
6. El tiempo se va. A veces pienso que tendría que ir apurado, que sacarle el máximo partido a estos años que quedan. Hoy en día, cualquiera puede decirme, después de escudriñar mis arrugas: Pero si usted todavía es un hombre joven. Todavía. ¿Cuántos años me quedan de todavía? Lo pienso y me entra el apuro, tengo la angustiante sensación de que la vida se me está escapando, como si mis venas se hubieran abierto y yo no pudiera detener mi sangre. Porque la vida es muchas cosas (trabajo, dinero, suerte, amistad, salud, complicaciones), pero nadie va a negarme que cuando pensamos en esa palabra Vida, cuando decimos, por ejemplo, que nos aferramos a la vida, la estamos asimilando a otra palabra más concreta, más atractiva, más seguramente importante: la estamos asimilando al Placer. Pienso en el placer (cualquier forma de placer) y estoy seguro de que eso es vida. De ahí el apuro, el trágico apuro de estos cincuenta años que me pisan los talones. Aún me quedan, así lo espero, unos cuantos años de amistad, de pasable salud, de rutinarios afanes, de expectativa ante la suerte, pero ¿cuántos me quedan de placer? Tenía veinte años y era joven; tenía treinta y era joven; tenía cuarenta y era joven. Ahora tengo cincuenta años y soy todavía joven. Todavía quiere decir: se termina.
7. Tendría Dios, eso sí, y tendría religión. Pero ¿es que acaso no los tengo? Francamente, no sé si creo en Dios. A veces imagino que, en el caso de que Dios exista, no habría de disgustarle esta duda. En realidad, los elementos que él (¿o Él?) mismo nos ha dado (raciocinio, sensibilidad, intuición) no son en absoluto suficientes como para garantizarnos ni su existencia ni su no existencia. Gracias a una corazonada puedo creer en Dios y acertar, o no creer en Dios y también acertar. ¿Entonces?
8. Yo la quiero a usted en eso que se llama la realidad, pero los problemas aparecen cuando pienso en eso que se llama las apariencias. ¿Qué problemas?, preguntó, esta vez creo que verdaderamente intrigada. No me haga decir que yo podría ser su padre, o que usted tiene la edad de alguno de mis hijos. No me lo haga decir, porque ésa es la clave de todos los problemas y, además, porque entonces sí voy a sentirme un poco desgraciado. No contestó nada. Estuvo bien. Era lo menos riesgoso. ¿Comprende entonces?, pregunté, sin esperar respuesta. Mi pretensión, aparte de la muy explicable de sentirme feliz o lo más aproximado a eso, es tratar de que usted también lo sea. Y eso es lo difícil.
Usted tiene todas las condiciones para concurrir a mi felicidad, pero yo tengo muy pocas para concurrir a la suya. Y no crea que me estoy mandando la parte. En otra posición (quiero decir, más bien, en otras edades) lo más correcto sería que yo le ofreciese un noviazgo serio, muy serio, quizá demasiado serio, con una clara perspectiva de casamiento al alcance de la mano. Pero si yo ahora le ofreciese algo semejante, calculo que sería muy egoísta, porque sólo pensaría en mí, y lo que yo más quiero ahora no es pensar en mí sino pensar en usted. Y no puede olvidar usted tampoco que dentro de diez años yo tendré sesenta. Escasamente un viejo, podrá decir un optimista o un adulón, pero el adverbio importa muy poco. Quiero que quede a salvo mi honestidad al decirle que ni ahora ni dentro de unos meses, podré juntar fuerzas como para hablar de matrimonio. Pero siempre hay un pero ¿de qué hablar entonces? Yo sé que, por más que usted entienda esto, es difícil, sin embargo, que admita otro planteo. Porque es evidente que existe otro planteo. En ese otro planteo hay cabida para el amor, pero no la hay en cambio para el matrimonio. Levantó los ojos, pero no interrogaba. Es probable que sólo haya querido ver mi cara al decir eso. Pero, a esta altura, yo ya estaba decidido a no detenerme. A ese otro planteo, la imaginación popular, que suele ser pobre en denominaciones, lo llama una Aventura o un Programa, y es bastante lógico que usted se asuste un poco. A decir verdad, yo también estoy asustado, nada más que porque tengo miedo de que usted crea que le estoy proponiendo una aventura. Tal vez no me apartaría ni un milímetro de mi centro de sinceridad, si le dijera que lo que estoy buscando denodadamente es un acuerdo, una especie de convenio entre mi amor y su libertad. Ya sé, ya sé. Usted está pensando que la realidad es precisamente la inversa; que lo que yo estoy buscando es justamente su amor y mi libertad. Tiene todo el derecho de pensarlo, pero reconozca que a mi vez tengo todo el derecho de jugármelo todo a una sola carta. Y esa sola carta es la confianza que usted pueda tener en mí.
9. Recuerdo que hubo una época (allá entre mis dieciséis y mis veinte años) en que tuve una buena, casi diría una excelente opinión de mí mismo. Me sentía con impulso para empezar y llevar a cabo algo grande, para ser útil a muchos, para enderezar las cosas. No puede decirse que fuera la mía una actitud cretinamente egocéntrica. Aunque me hubiera gustado recibir la aceptación y hasta el aplauso ajeno, creo que mi primer objetivo no era usar de los otros, sino serles de utilidad. Ya sé que esto no es caridad pura y cristiana; además, no me importa mucho el sentido cristiano de la caridad. Recuerdo que yo no pretendía ayudar a los menesterosos, o a los tarados, o a los miserables (creo cada vez menos en la ayuda caóticamente distribuida). Mi intención era más modesta; sencillamente, ser de utilidad para mis iguales, para quienes tenían un más comprensible derecho a necesitar de mí.
La verdad es que esa excelente opinión acerca de mí mismo ha decaído bastante. Hoy me siento vulgar y, en algunos aspectos, indefenso. Soportaría mejor mi estilo de vida si no tuviera conciencia de que (sólo mentalmente, claro) estoy por encima de esa vulgaridad. Saber que tengo, o tuve, en mí mismo elementos suficientes como para encaramarme a otra posibilidad, saber que soy superior, no demasiado, a mi agotada profesión, a mis pocas diversiones, a mi ritmo de diálogo: saber todo eso no ayuda por cierto a mi tranquilidad, más bien me hace sentirme más frustrado, más inepto para sobreponerme a las circunstancias. Lo peor de todo es que no han acaecido terribles cosas que me cercaran, que frenaran mis mejores impulsos, que impidieran mi desarrollo, que me ataran a una rutina aletargante. Yo mismo he fabricado mi rutina, pero por la vía más simple: la acumulación. La seguridad de saberme capaz para algo mejor, me puso en las manos la postergación, que al fin de cuentas es un arma terrible y suicida. De ahí que mi rutina no haya tenido nunca carácter ni definición; siempre ha sido provisoria, siempre ha constituido un rumbo precario, a seguir nada más que mientras duraba la postergación, nada más que para aguantar el deber de la jornada durante ese período de preparación que al parecer yo consideraba imprescindible, antes de lanzarme definitivamente hacia el cobro de mi destino. Qué pavada, ¿no? Ahora resulta que no tengo vicios importantes (fumo poco, sólo de aburrido tomo una cañita de cuando en cuando), pero creo que ya no podría dejar de postergarme: éste es mi vicio, por otra parte incurable. Porque si ahora mismo me decidiera a asegurarme, en una especie de tardío juramento: Voy a ser exactamente lo que quise ser, resultaría que todo sería inútil. Primero, porque me siento con escasas fuerzas como para jugarlas a un cambio de vida, y luego, porque ¿qué validez tiene ahora para mí aquello que quise ser? Sería algo así como arrojarme conscientemente a una prematura senilidad. Lo que deseo ahora es mucho más modesto que lo que deseaba hace treinta años y, sobre todo, me importa mucho menos obtenerlo. Jubilarme, por ejemplo. Es una aspiración, naturalmente, pero es una aspiración en cuesta abajo. Sé que va a llegar, sé que vendrá sola, sé que no será preciso que yo proponga nada. Así es fácil, así vale la pena entregarse y tomar decisiones.



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