miércoles, 25 de mayo de 2016

35. La Montaña Mágica - Thomas Mann.

1. ¿Cómo era posible que Hans Castorp dejase de respetar el trabajo? Esto hubiera ido contra la Naturaleza. Las circunstancias debían hacérselo aparecer como una cosa eminentemente respetable. En el fondo no había nada respetable fuera del trabajo; era el principio ante el cual uno se afirmaba o se mostraba insuficiente, era el absoluto de la época. Su respeto hacia el trabajo era de naturaleza religiosa y, por lo que él podía darse cuenta, indiscutible. Pero se planteaba también la cuestión de saber si lo amaba; eso no podía conseguirlo, por profundo que fuera su respeto, por la sencilla razón de que el trabajo le era difícil. Un trabajo sostenido irritaba sus nervios, lo agotaba rápidamente, y reconocía con franqueza que, en resumen, amaba más el tiempo de libertad, el tiempo sobre el que no pesaba el plúmbeo peso de una labor penosa, el tiempo que se extendía ante él libre y no jalonado con obstáculos que había que vencer rechinando los dientes. Esta contradicción en su actitud respecto al trabajo debía ser necesariamente resuelta. ¿Había que suponer que su cuerpo y su espíritu —primero el espíritu y luego el cuerpo— hubiesen estado más alegremente dispuestos y hubiesen sido más resistentes al trabajo si, en el fondo de su alma, donde él no veía muy claro, hubiese podido creer en el trabajo como en un valor absoluto, como en un principio que respondía por sí mismo, y tranquilizarse con este pensamiento? No planteamos aquí la cuestión de saber si era mediocre o algo más que mediocre, cuestión a la cual no queremos contestar brevemente. Pues no nos consideramos, en modo alguno, como apologistas de Hans Castorp y emitimos la suposición de que el trabajo le molestaba sencillamente para su tranquilo disfrute de los María Mancini.

2. —Hablas como Settembrini. ¿Y mi fiebre? ¿De qué procede?
—Vamos, es un incidente sin consecuencias que pasará pronto.
—No, Clawdia, sabes perfectamente que lo que dices no es verdad, lo dices sin convicción, estoy seguro. La fiebre de mi cuerpo y las palpitaciones de mi corazón enjaulado y el estremecimiento de mis nervios son lo contrario de un incidente, se trata —y su rostro pálido, de labios estremecidos, se inclinó hacia el rostro de la mujer—, se trata nada menos que de mi amor por ti, ese amor que se apoderó de mí en el instante en que mis ojos te vieron, o más bien, que reconocí cuando te reconocí a ti, y es él evidentemente el que me ha conducido a este lugar...
—¡Qué locura!
—¡Oh! El amor no es nada si no es la locura, una cosa insensata, prohibida y una aventura en el mal. Si no es así es una banalidad agradable, buena para servir de tema a cancioncitas tranquilas en las llanuras. Pero que yo te he reconocido y que he reconocido mi amor hacia ti, sí, eso es verdad; yo ya te conocí, antiguamente, a ti y a tus ojos maravillosos oblicuos, y tu boca y la voz con que me hablas; una vez ya, cuando era colegial, te pedí tu lápiz para entablar contigo una relación social, porque te amaba sin razonar, y es por eso, sin duda, por mi antiguo amor hacia ti, por lo que me quedan esas marcas que Behrens ha encontrado en mi cuerpo y que indican que en otro tiempo yo estaba ya enfermo...
Sus dientes rechinaron. Había sacado un pie de debajo del asiento de la silla, que crujía, mientras iba divagando y, al avanzar ese pie, con la otra rodilla tocaba casi el suelo, de manera que se arrodillaba delante de ella con la cabeza inclinada y temblando todo su cuerpo.
—Te amo —balbuceó—, te he amado siempre, pues tú eres el Tú de mi vida, mi sueño, mi destino, mi deseo, mi eterno deseo.
—¡Vamos, vamos! —dijo ella—. ¡Si tus preceptores te viesen!
Pero él meneó la cabeza con desesperación, inclinando el rostro hacia el suelo, y contestó:
—Me tendría sin cuidado, me tienen sin cuidado todos esos Carducci, la República elocuente, el progreso humano en el tiempo, pues ¡te amo!
Ella acarició dulcemente con la mano los cabellos cortados al rape en la nuca.
—Pequeño burgués —dijo —. Lindo burgués de la pequeña mancha húmeda. ¿Es verdad que me amas tanto?
Y exaltado por este contacto, ya sobre las dos rodillas, la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados, él continuó hablando:—Oh, el amor, ¿sabes...? El cuerpo, el amor, la muerte, esas tres cosas no hacen más que una. Pues el cuerpo es la enfermedad y la voluptuosidad, y es el que hace la muerte; sí, son carnales ambos, el amor y la muerte, ¡y ése es su terror y su enorme sortilegio! Pero la muerte, ¿comprendes?, es, por una parte, una cosa de mala fama, impúdica, que hace enrojecer de vergüenza; y por otra parte es una potencia muy solemne y majestuosa (mucho más alta que la vida risueña que gana dinero y se llena la panza; mucho más venerable que el progreso que fanfarronea por los tiempos) porque es la historia y la nobleza, la piedad y lo eterno, lo sagrado, que hace que nos quitemos el sombrero y marchemos sobre la punta de los pies... De la misma manera, el cuerpo también, y el amor del cuerpo, son un asunto indecente y desagradable, y el cuerpo enrojece y palidece en la superficie por espasmo y vergüenza de sí mismo. ¡Pero también es una gran gloria adorable, imagen milagrosa de la vida orgánica, santa maravilla de la forma y la belleza, y el amor por él, por el cuerpo humano, es también un interés extremadamente humanitario y una potencia más educadora que toda la pedagogía del mundo...! ¡Oh, encantadora belleza orgánica que no se compone ni de pintura al óleo, ni de piedra, sino de materia viva y corruptible, llena del secreto febril de la vida y de la podredumbre! ¡Mira la simetría maravillosa del edificio humano, los hombros y las caderas y los senos floridos a ambos lados del pecho, y las costillas alineadas por parejas y el ombligo en el centro, en la blandura del vientre, y el sexo oscuro entre los muslos! Mira los omóplatos cómo se mueven bajo la piel sedosa de la espalda, y la columna vertebral que desciende hacia la doble lujuria fresca de las nalgas, y las grandes ramas de los vasos y de los nervios que pasan del tronco a las extremidades por las axilas, y cómo la estructura de los brazos corresponde a la de las piernas. ¡Oh, las dulces regiones de la juntura interior del codo y del tobillo, con su abundancia de delicadezas orgánicas bajo sus almohadillas de carne! ¡Qué fiesta más inmensa al acariciar esos lugares deliciosos del cuerpo humano! ¡Fiesta para morir luego sin un solo lamento! ¡Sí, Dios mío, déjame sentir el olor de la piel de tu rótula, bajo la cual la ingeniosa cápsula articular segrega su aceite resbaladizo! ¡Déjame tocar devotamente con mi boca la «Arteria femoralis» que late en el fondo del muslo y que se divide, más abajo, en las dos arterias de la tibia! ¡Déjame sentir la exhalación de tus poros y palpar tu vello, imagen humana de agua y de albúmina, destinada a la anatomía de la tumba, y déjame morir con mis labios pegados a los tuyos!
No abrió los ojos después de haber hablado. Permaneció sin moverse, con la cabeza inclinada, las manos que sostenían el pequeño lapicero de plata separadas, temblando y vacilando sobre sus rodillas. Ella dijo:
—Eres, en efecto, un adulador que sabe solicitar de una manera profunda, a la alemana.
Y le puso el gorro de papel.
—¡Adiós, príncipe Carnaval! ¡Esta noche la linea de tu fiebre será muy mala, estoy segura!
Al decir esto se levantó de la silla, se dirigió a la puerta, dudó un momento en el umbral, dio media vuelta elevando uno de sus brazos desnudos, con la mano en el pestillo y, por encima del hombro, dijo en voz baja:
—No olvides devolverme el lápiz.
Y salió.



3. «¡Eso es encantador! —pensó Hans Castorp—. ¡Es completamente encantador y atrayente! ¡Qué lindos, qué llenos de salud, qué inteligentes y felices! No son solamente bellos, sino también inteligentes e interiormente amables. Eso es lo que me impresiona y me enamora de ellos. El espíritu y el sentido inmanente de su ser, eso es lo que quiero decir. El espíritu con que se hallan reunidos y viven juntos.» Entendía por eso aquella gran afabilidad y las consideraciones iguales para todos que esos hombres del sol tenían en su comercio: un respeto ligero y velado con una sonrisa, que se demostraban los unos a los otros casi insensiblemente, y que, sin embargo, en virtud de una idea que se había hecho carne, era un lazo de espíritu que, manifiestamente, les unía a todos; una dignidad y una severidad que se resolvían en alegría y que les guiaban en sus actos y en sus abstenciones como una influencia espiritual e inexpresable, de una gravedad en modo alguno sombría y de una piedad razonable, a pesar de que no estuviese falta de una solemnidad ceremoniosa.

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