viernes, 24 de abril de 2015

7. Historia de Dos Ciudades - Charles Dickens.


1. Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero no teníamos nada; caminábamos en derechura al cielo y nos extraviábamos por el camino opuesto. En una palabra, aquella época era tan parecida a la actual, que nuestras más notables autoridades insisten en que, tanto en lo que se refiere al bien como al mal, sólo es aceptable la comparación en grado superlativo.
2.. Es un hecho maravilloso y digno de reflexionar sobre él, que cada uno de los seres humanos es un profundo secreto para los demás. A veces, cuando entro de noche en una ciudad, no puedo menos de pensar que cada una de aquellas casas envueltas en la sombra guarda su propio secreto; que cada una de las habitaciones de cada una de ellas encierra, también, su secreto; que cada corazón que late en los centenares de millares de pechos que allí hay, es, en ciertas cosas, un secreto para el corazón que más cerca de él late.
3. —¿Empezáis a creer en la realidad de vuestra existencia en este mundo? —le preguntó.
—Todavía me siento extraordinariamente confuso por lo que respecta al tiempo y al lugar, mas empiezo a darme cuenta de que existo.
—Debe de ser una satisfacción inmensa.
Dijo esto con cierta amargura, mientras llenaba nuevamente su vaso que no tenía nada de pequeño.
—En cuanto a mí –añadió —mi mayor deseo es olvidar que pertenezco a este mundo. Nada tiene el mundo bueno para mí, excepto el vino, y nada tengo yo bueno para el mundo. En eso somos tal para cual. Y hasta creo que vos y yo somos también parecidos en esto.
4. —Puesto que me lo decís, he de confesar que habéis bebido.
—Pues ahora vais a saber por qué. Soy un desilusionado, señor. No me importa nadie en el mundo y a nadie le importo yo.
—Es una lástima. Podríais haber hecho mejor uso de vuestro talento.
5. Al quedarse solo, aquel hombre raro tomó una vela, se acercó a un espejo que colgaba de la pared y se observó minuciosamente.
—¿Me es simpático ese hombre? —murmuró ante su propia imagen.— ¿Por qué ha de serme simpático un hombre que se me parece tanto? No hay en mí nada que me guste. Y no comprendo por qué has cambiado así. ¡Maldito seas! A fe que merece simpatía el hombre que me demuestra lo que yo podría haber sido y no soy. (...) Pero vale más ser franco y decirlo claro. Odio a ese hombre.
6. Lleno de fuerzas que despilfarraba y en medio de un desierto como parecía la ciudad a aquella hora, ante aquel hombre se ofreció el espejismo de honrosa ambición, austeridad y perseverancia. En la encantada ciudad de su visión había hermosas galerías espléndidas, desde las cuales lo miraban los amores y las gracias, y había también jardines en que maduraban los frutos de la vida, y las aguas de la esperanza brillaban ante sus ojos. Pero un momento después la visión desapareció, y encaramándose a su alta habitación en una especie de pozo de viviendas de casas, se echó sin desnudarse en la descuidada cama y mojó la almohada con sus lágrimas.
El sol se levantó tristemente, pero salió sobre una noche no más triste que aquel hombre dotado de talento y de buen corazón, incapaz de dirigir convenientemente sus cualidades, incapaz de ayudarse a sí mismo y de conquistar la felicidad, aunque se daba cuenta de que cada vez se hundía más y más y por fin se abandonaba a su lamentable destino.
7. —Me temo que no andéis bien de salud, señor Carton —dijo.
—No. La vida que llevo, señorita Manette, no es la más apropiada para gozar de buena salud. Pero, ¿qué se puede esperar de los libertinos?
—¿Y no es una lástima, os ruego que me perdonéis, no llevar una vida mejor?
—¡Dios sabe que es una vergüenza!
—¿Por qué, pues, no cambiáis de modo de vivir?
La joven lo miró afectuosamente y se sorprendió y entristeció al ver que los ojos de Carton estaban mojados de lágrimas. Y con insegura voz contestó:
—Ya es demasiado tarde. No puedo ser mejor de lo que soy. Por el contrario, me hundiré más y seré aún peor.
Carton apoyó un codo en la mesa y la cabeza en la mano y luego dijo:
—Os ruego que me perdonéis, señorita Manette. Me conmoví antes de deciros lo que deseo. ¿Queréis escucharme?
—Estoy dispuesta a hacer cualquier cosa beneficiosa para vos y si consiguiera haceros más feliz sentiría una grande alegría.
—¡Dios os bendiga por vuestra dulce compasión!
Descubrió el rostro y empezó a hablar con mayor firmeza:
—No temáis escucharme ni os molesten mis palabras, cualesquiera que sean. Soy como un hombre que hubiese muerto muy joven. Toda mi vida ha sido un fracaso.
—No, señor Carton. Estoy segura de que aun podría desarrollarse lo mejor de ella. Estoy segura de que podríais ser mucho más digno de vos mismo.
—Decid digno de vos, señorita Manette, y aunque estoy seguro de lo contrario, nunca olvidaré vuestras bondadosas palabras.
La joven estaba pálida y temblorosa y él prosiguió diciendo:
—Si hubiera sido posible, señorita Manette, que correspondierais al amor del hombre que tenéis delante —de este hombre degradado, fracasado, borracho y completamente inútil,— él se diera cuenta de que, a pesar de su felicidad, no os habría acarreado más que la miseria, la tristeza y el arrepentimiento, pues os habría hecho desgraciada y os arrastrara en su caída. Sé perfectamente que vuestro corazón no puede sentir ternura alguna hacia mí y no solamente no la pido, sino que doy gracias al cielo de que eso no sea.
—¿No podría salvaros a pesar de eso, señor Carton? ¿No podría hacer que os inclinarais a seguir un camino mejor? ¿No puedo recompensar así vuestra confianza? —dijo ella después de alguna vacilación y muy conmovida.
Él meneó negativamente la cabeza.
—No es posible. Si os dignáis escucharme todavía, veréis que eso sería imposible. Solamente deseo deciros que habéis sido el último sueño de mi alma. Aun en mi degradación, vuestra imagen y la de vuestro padre, así como este hogar, han despertado en mí sentimientos que creía desaparecidos. Desde que os conocí, me turba el remordimiento que no creí ya vivo y he oído voces, que creía silenciosas, que me incitan a recobrar el ánimo. He tenido ideas vagas de volver a esforzarme, de empezar de nuevo la vida, de arrojar de mí la pereza y la sensualidad y volver a la abandonada lucha. Pero todo eso no es más que un sueño, que no conduce a nada y que deja al dormido donde estaba, aunque deseo deciros que estos sueños los inspirasteis vos.
—¿Y no queda nada de ellos? ¡Oh, señor Carton, pensad nuevamente en todo eso! ¡Probadlo otra vez!
—No, señorita Manette, me conozco bien y sé que no merezco nada. Pero todavía siento la debilidad de desear que sepáis con qué fuerza encendisteis en mí algunas chispas a pesar de no ser yo más que ceniza, chispas que se convirtieron en fuego, aunque a nada conduce, pues arde inútilmente.
—Ya que tengo la desdicha de haberos hecho más desgraciado de lo que erais antes de conocerme...
—No digáis eso, señorita Manette, porque de ser posible, únicamente vos podríais haber hecho el milagro. No sois la causa de que mi desgracia sea mayor.
—Ya que he sido la causa del estado actual de vuestra mente, ¿no podría usar de mi influencia en vuestro favor? ¿No tendré para con vos la facultad de haceros algún bien, señor Carton?
—Lo mejor que puedo hacer ahora, señorita Manette, he venido a hacerlo aquí. Dejad que en mi desordenada y extraviada vida me lleve el recuerdo de que vos hayáis sido la última persona del mundo a quien he abierto mi corazón y de que en él haya todavía algo que podáis deplorar y compadecer.
—Aunque sigo creyendo, con toda mi alma, que sois capaz de mejores cosas.
—Es inútil, señorita Manette. Me he probado a mí mismo y me conozco mejor. Sé que os apeno y por eso voy a terminar. ¿Queréis prometerme que cuando recuerde este día pueda estar seguro de que la última confidencia de mi vida reposa en vuestro puro e inocente pecho, y que está ahí solo y no será compartido por nadie?
—Si esto ha de serviros de consuelo, os lo prometo.
—¿No lo daréis a conocer ni a la persona más querida para vos y a quien habéis de conocer todavía?
—Señor Carton —contestó la joven emocionada,— este secreto es vuestro y no mío y os prometo respetarlo.
—Gracias, Dios os bendiga.
Llevó a sus labios las manos de la joven y se dirigió hacia la puerta.
—No tengáis ningún temor, señorita Manette, de que jamás haga alusión a esta conversación, ni siquiera con una palabra. Nunca más me referiré a ella y si estuviera ya muerto no podríais estar más segura de ello. Y en la hora de mi muerte conservaré como recuerdo sagrado, recuerdo que bendeciré con toda mi alma, el de que mi última confesión fue hecha a vos y que mi nombre, mis faltas y mis miserias quedan guardados en vuestro corazón. ¡Y Dios quiera que seáis feliz de otra manera!
Era entonces Carton tan distinto de lo que había parecido siempre, y tan triste pensar lo mucho que podía haber sido y cuantas excelentes cualidades había malgastado y malgastaba aún, que Lucía Manette se puso a llorar por él mientras Carton la miraba.
—Consolaos —dijo él; —no merezco vuestra compasión. Dentro de una o dos horas los malos compañeros y los perniciosos hábitos que desprecio harán nuevamente presa en mí y me harán todavía menos digno de esas puras lágrimas. Pero en mi interior seré siempre para vos lo que soy ahora. Prometedme que creeréis eso de mí.
—Os lo prometo.
—He de pediros el último favor. Por vos y por los que os sean caros, sería capaz de hacer cualquier cosa. Si mi vida fuese mejor y en ella hubiese alguna capacidad de sacrificio, me sacrificaría con gusto por vos o por los que os fueran queridos. Tiempo vendrá, y no ha de tardar mucho, en que os sujetarán a este hogar, que tanto queréis, otros lazos más fuertes y más tiernos, y entonces, señorita Manette, cuando veáis las felices miradas de un padre fijas en vuestros ojos o que vuestra belleza renace más brillante a vuestros pies, pensad en que hay un hombre que daría su vida para conservar la de un ser que os fuese querido.
Dijo “adiós” y “Dios os bendiga” y salió de la estancia.
8. —Sí, estoy fatigado —contestó Defarge.
—Y también un poco deprimido. ¡Oh, qué hombres!
—¡Tarda tanto! —exclamó Defarge.
—¿Y qué cosa es la que no tarda? La venganza y la justicia siempre necesitan mucho tiempo.
—No tarda tanto el rayo en herir a un hombre —observó el marido. 
—Pero ¿cuánto tiempo —replicó la mujer— se necesita para acumular la electricidad del rayo? Dímelo.
Defarge levantó la cabeza, pero no contestó.
—No tarda mucho un terremoto en tragarse una ciudad —dijo la señora. ¿Sabes, por ventura, cuánto tiempo es necesario para que se prepare un terremoto?
—Bastante tiempo, me parece.
—Pero cuando está preparado y se produce, reduce a polvo todo lo que encuentra. Y en la actualidad se está preparando, aunque nadie lo vea o lo oiga. Este es tu consuelo. Recuérdalo. (...) Te aseguro —añadió extendiendo la mano,— que si bien el camino es largo, está ya en él y en marcha. Te digo que nunca retrocede ni se detiene. Siempre avanza. Mira a tu alrededor y examina las vidas de toda la gente que conocemos. ¿Crees que eso puede durar?
—No lo dudo, querida mía —contestó Defarge con la humildad de un escolar ante su maestro.— No niego nada de eso, pero ya es antiguo y es posible que no llegue en nuestros días.
—¿Y qué?— exclamó la esposa.
—Pues —contestó tristemente Defarge— que no veremos el triunfo.
—Pero habremos ayudado para que llegue —contestó la mujer.— Nada de lo que hacemos se pierde. Con toda mi alma creo que veré el triunfo, pero aunque así no fuera, mientras exista un cuello de aristócrata y tirano, no dejaré de... (Luchar).
9. ... era muy celosa, pero no ignoraba tampoco que bajo tal capa de su excentricidad era una de las criaturas más generosas que se encuentran solamente entre las mujeres capaces, por puro amor y admiración, de constituirse en esclavas de la juventud cuando ellas ya la han perdido, de la belleza que nunca poseyeron, de dones que jamás tuvieron la fortuna de alcanzar y de las esperanzas que nunca brillaron en sus vidas sombrías.
10. ... allí estaba observando cómo corría el agua de la fuente y cómo el día corría hacia la tarde, así como la vida de la ciudad corría a la muerte que a nadie espera.
11. No había esperado poder alcanzar la riqueza en Londres, pues, de haberse hecho tales ilusiones no habría llegado a prosperar. Esperaba tener que trabajar, encontró trabajo y lo llevaba a cabo. En eso consistía su prosperidad.

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