domingo, 19 de abril de 2015

2. Al Sur De La Frontera, Al Oeste Del Sol - Haruki Murakami.

1. Entonces no lo sabía. No sabía que era capaz de herir a alguien tan hondamente que jamás se repusiera. A veces, hay personas que pueden herir a los demás por el mero hecho de existir.
2. En este mundo hay cosas que son recuperables y otras que no. Y el paso del tiempo es algo definitivo. Una vez has llegado hasta aquí, ya no puedes retroceder. ¿No crees? —Asentí—. A mí me parece que con el paso del tiempo hay cosas que se solidifican. Como el cemento dentro de un cubo. Y entonces ya no se puede retroceder. Lo que quieres decir es que el cemento que tú eres ya ha fraguado del todo y que no es posible ningún otro tú que el de ahora, ¿no es así?
—Sí, eso debe de ser —respondí con aire dubitativo.
3. Aquel dulce tacto me caldeó el corazón durante muchos días. Pero, al mismo tiempo, me turbó, me confundió, me angustió. ¿Qué diablos tenía que hacer con aquella felicidad? ¿Hacia dónde debía conducirla?
4. En el instituto me convertí en un adolescente normal y corriente. Ésa fue la segunda etapa de mi vida: convertirme en un ser humano como cualquier otro. Un nuevo estadio en mi evolución. Abandoné mis peculiaridades y me convertí en un chico como los demás.
5. Años después, al volver la vista atrás, supe que sólo había aprendido una cosa importante. La conciencia de que, al fin y al cabo, el ser humano que yo era podía hacer el mal. Jamás en la vida había querido perjudicar a nadie. Pero fueran cuales fuesen mis motivos o intenciones, si mis necesidades me empujaban, podía convertirme en un ser egoísta y cruel. Un ser humano que, esgrimiendo razones plausibles, infligía una herida certera y definitiva en alguien a quien tendría que haber protegido.
6. Estuve mucho tiempo esperando que vinieras a verme. ¿Por qué no lo hiciste? Me sentía muy sola.
—Tenía miedo.
—¿Miedo? —dijo Shimamoto—. ¿Y a qué le tenías miedo? ¿A mí?
—No, tú no me dabas miedo. Lo que temía era sentirme rechazado. Sólo era un niño. No podía imaginar que me estuvieras esperando. Me aterraba que me rechazaras. Que te molestara que te visitase. Por eso dejé de ir. Me daba la impresión de que, antes de pasar por algo tan amargo, era preferible vivir con el recuerdo de cuando estábamos unidos.
—Las cosas no son fáciles, ¿verdad?
—No, no lo son.
7. Una cosa empieza a ir mal, ésta hace que otra también funcione mal y la situación va empeorando indefinidamente. Acabas por no poder salir de allí. Hasta que viene alguien y te arrastra fuera.
8. Cuando era pequeño, los días lluviosos solía quedarme inmóvil, sin mover un músculo, contemplando la lluvia. Al mirar la lluvia sin pensar en nada, tienes la sensación de que tu cuerpo se va soltando poco a poco y que te vas separando del mundo real. Quizá la lluvia tenga un poder hipnótico.
9. «¡Vamos, que me ha olvidado!», pensé. «Al fin y al cabo, no debía de importarle tanto.» Esos pensamientos me hacían daño. Sentía como si se me hubiera abierto una pequeña brecha en el corazón. Ella no debería haber hablado de aquella forma. Hay palabras que quedan para siempre en el corazón de las personas.
10. —¿Y por qué no lees novelas modernas?
—Tal vez sea porque no me gusta que me defrauden. Cuando leo un libro malo, tengo la sensación de haber malgastado el tiempo. Y eso me decepciona. Antes no me sucedía. Disponía de mucho tiempo y, aunque pensara: «¡Vaya tontería acabo de leer!», siempre tenía la impresión de que algo habría sacado de allí. Dentro de lo que cabía, claro. Pero ahora no. Sólo pienso que he perdido el tiempo. Quizá tenga que ver con hacerse viejo.
11. Nadie se sumerge en ninguna aventura esperando resultados mediocres. La gente, pese a tener un chasco nueve de cada diez veces, desea tener al menos una experiencia suprema, aunque sólo sea una vez. Y eso es lo que mueve el mundo. Eso es el arte, supongo.
12. —Te confieso que no he trabajado jamás en la vida —me dijo.
—¿Jamás?
—Jamás. Ni siquiera he hecho trabajos de media jornada cuando estaba en la universidad, tampoco he estado nunca empleada en ningún sitio. Trabajar es una experiencia que me es totalmente ajena. Así que, cuando oigo hablar a alguien como tú, siento envidia. Yo jamás he pensado así. No he hecho otra cosa que leer en soledad. Y si pienso en algo, es en cómo gastar el dinero, no en cómo ganarlo.
13. —Quizá pensar sólo en la manera de gastar el dinero sea lo más correcto —dije. Y le solté la mano. Entonces me asaltó la ilusión de que me iba volando a alguna parte—. Al pensar en cómo ganarlo, te vas quemando día a día. Vas desgastándote poco a poco sin darte cuenta.
—Tú no lo entiendes. No sabes lo vacío que te sientes cuando eres incapaz de crear nada.
—Yo no creo que lo seas. Tengo la impresión de que puedes crear muchas cosas.
—¿Qué tipo de cosas?
—Cosas que no tienen forma —dije. Y me miré las manos, apoyadas en las rodillas. Shimamoto me dedicó una larga mirada mientras sostenía inmóvil su copa.
—¿Te refieres a sentimientos?
—Claro —dije—. Todo desaparece un día u otro. Este local, sin ir más lejos, no sé cuánto tiempo durará. A poco que cambien los gustos de la gente, a la mínima fluctuación económica, todo se irá al garete. Lo he visto muchas veces. Es algo muy simple. Todo lo que tiene forma desaparece antes o después. Sin embargo, hay un tipo de sentimientos que permanecen para siempre.
—Pero ¿sabes, Hajime?, hay sentimientos que son amargos porque perduran, ¿no te parece?.
14. Mientras la abrazaba, recordé de pronto la historia de la tentativa de suicidio que me acababa de contar su padre. «Pensaba que no saldría de aquélla. Creí que se me moría», había dicho. «Sólo con que las cosas se hubieran torcido un poco, este cuerpo ya no estaría aquí», pensé. Le acaricié los hombros, el pelo, los pechos. Estaban húmedos, eran cálidos, suaves. Eran reales. Pude sentir la existencia de Yukiko a través de la palma de mi mano. Pero nadie podía decir hasta cuándo seguiría viviendo. Todo cuanto tiene forma puede desaparecer en un instante. Yukiko y la habitación donde estábamos. Las paredes, el techo, la ventana. Antes de que te dieras cuenta, todo podía haberse borrado para siempre.
15. —¿Sabes, Hajime? —dijo—. A través de una fotografía no puedes comprender nada. No es más que una sombra. El verdadero yo está en otro sitio. Y eso no sale reflejado en la imagen.
16. «quizás» es una palabra cuyo peso no se puede calcular.
17. —Óyeme. No te acuestes nunca con mujeres estúpidas. Si lo haces, acabarás volviéndote estúpido tú también. Quien va con tontas, termina tonto. Pero tampoco vayas con mujeres que valgan demasiado la pena. Si te juntas con mujeres demasiado buenas, ya no podrás volver atrás. Y no poder volver atrás significa perderse. ¿Me entiendes?
—Más o menos.
18. Hay una realidad que demuestra la verdad de un hecho. Porque nuestra memoria y nuestros sentidos son demasiado inseguros, demasiado parciales. Incluso podemos afirmar que muchas veces es imposible discernir hasta qué punto un hecho que creemos percibir es real y a partir de qué punto sólo creemos que lo es. Así que para preservar la realidad como tal, necesitamos otra realidad —una realidad colindante— que la relativice. Pero, a su vez, esta realidad colindante necesita una base para relativizarse a sí misma. Es decir, que hay otra realidad colindante que demuestra, a su vez, que ésta es real. Y esta cadena se extiende indefinidamente dentro de nuestra conciencia y, en un cierto sentido, puede afirmarse que es a través de esta sucesión, a través de la conservación de esta cadena, como adquirimos conciencia de nuestra existencia misma. Pero si esta cadena, casualmente, se rompe, quedamos desconcertados. ¿La realidad está al otro lado del eslabón roto? ¿Está a este lado?
19. —Hace tiempo, también yo tenía mis sueños, mis ilusiones. Pero un día se desvanecieron. Fue antes de conocerte. Los maté. Los maté por propia voluntad, los abandoné. Como un órgano del cuerpo que ya no se necesita. No sé si hice lo correcto o no. Pero en aquel momento no podía hacer otra cosa. (...) ¿sabes?, siempre me ha perseguido algo. A medianoche me despierto sobresaltada, anegada en sudor. Son ellas. Las cosas que abandoné y que me persiguen. Tú no eres el único acosado. No eres el único que ha abandonado algo, que ha perdido algo. ¿Entiendes lo que quiero decir?
20.—Durante toda mi vida, he tenido la impresión de que podía convertirme en una persona distinta. De que, yéndome a otro lugar y empezando una nueva vida, iba a convertirme en otro hombre. He repetido una vez tras otra la misma operación. Para mí representaba, en un sentido, madurar y, en otro sentido, reinventarme a mí mismo. De algún modo, convirtiéndome en otra persona quería liberarme de algo implícito en el yo que había sido hasta entonces. Lo buscaba de verdad, seriamente, y creía que, si me esforzaba, podría conseguirlo algún día. Pero, al final, eso no me conducía a ninguna parte. Por más lejos que fuera, seguía siendo yo. Por más que me alejara, mis carencias seguían siendo las mismas. Por más que el decorado cambiase, por más que el eco de la voz de la gente fuese distinto, yo seguía siendo el mismo ser incompleto. Dentro de mí se hallaban las mismas carencias fatales, y esas carencias me producían un hambre y una sed violentas. Esa hambre y esa sed me han torturado siempre, tal vez sigan torturándome a partir de ahora. En cierto sentido, esas carencias, en sí mismas, son lo que yo soy.
21. «Jamás volveré a verla», pensé. «Ella ya sólo existe en mis recuerdos. Se ha ido de mi lado. Estaba aquí, pero ha desaparecido. Y allí no hay término medio. Donde no hay lugar para el compromiso no puede haber un término medio..
22. ¿No has oído hablar de la histeria siberiana?
—No.
— (...) era una enfermedad que sufrían los campesinos de Siberia. Imagínatelo: eres un campesino y vives solo en los páramos de Siberia. Trabajas la tierra un día tras otro. A tu alrededor, hasta donde alcanza la vista, no hay nada. El horizonte al norte; el horizonte al este; el horizonte al sur; el horizonte al oeste. Nada más. Todos los días, cuando el sol sube por el este, vas al campo a trabajar. Cuando alcanza el cénit, descansas y comes. Cuando se oculta tras el horizonte, al oeste, vuelves a casa y duermes.
—Una vida muy distinta a la de llevar un bar en Aoyama.
—Sí —dijo ella sonriendo. Y ladeó un poco la cabeza—. Muy distinta. Y eso, día tras día, año tras año.
—Pero, en Siberia, en invierno, no se pueden cultivar los campos.
—No, claro —dijo Shimamoto—. Durante el invierno te quedas en casa trabajando en cosas que puedas hacer en el interior. Y, al llegar la primavera, vuelves a salir al campo. Tú eres ese campesino. Imagínatelo.
—De acuerdo.
—Y entonces, un día, algo muere dentro de ti.
—¿Algo muere? ¿El qué?
Ella negó con la cabeza.
—No lo sé. Algo. A fuerza de mirar, día tras día, cómo el sol se eleva por el este, cruza el cielo y se hunde por el oeste, algo, dentro de ti, se quiebra y muere. Y tú arrojas el arado al suelo y, con la mente en blanco, emprendes el camino hacia el oeste. Hacia el oeste del sol. Y sigues andando como un poseso, día tras día, sin comer ni beber, hasta que te derrumbas y mueres. Esto es lo que se llama histeria siberiana.
Intenté representarme la imagen de un campesino siberiano caído de bruces en el suelo, agonizando.
—¿Qué hay al oeste del sol? —pregunté.
Ella volvió a negar con la cabeza.
—No lo sé. Tal vez no haya nada. O tal vez sí. En todo caso, es un lugar distinto al que está al sur de la frontera.
23. —Cuando te miro, tengo la sensación de estar viendo una estrella lejana —dije—. Es muy brillante. Pero la luz que veo fue emitida hace decenas de años. Y ahora la estrella tal vez ya no exista. No obstante, a veces esa luz me parece más real que cualquier otra cosa en el mundo.
Shimamoto permanecía en silencio.
—Tú estás aquí —proseguí—, o eso parece. Pero quizá no lo estés. Quizá lo que veo no sea más que una especie de reflejo, y la auténtica Shimamoto se encuentre en otro lugar. Quizás hayas desaparecido hace mucho, mucho tiempo. Cada vez estoy menos seguro. Y cuando alargo la mano e intento comprobarlo, te escondes detrás de palabras como «quizá» y «por una temporada». Óyeme, ¿durará mucho esto?
—Posiblemente, algún tiempo.
—Tienes un curioso sentido del humor —le dije. Y sonreí.
Shimamoto también sonrió. Fue una sonrisa parecida al primer rayo de sol que, abriéndose camino en silencio a través de las nubes, brilla después de la lluvia. En la comisura del ojo se le dibujaron unas pequeñas y entrañables arrugas que me prometían algo maravilloso.
24. —Hajime —dijo—, cuando te miro mientras conduces, me dan ganas de alargar la mano y dar un volantazo. Si lo hiciera, moriríamos, ¿verdad?
—Seguro. Vamos a ciento treinta kilómetros por hora.
—¿No quieres morir aquí conmigo?
—No creo que fuera una muerte muy agradable —dije sonriendo—. Además, aún no hemos escuchado el disco. Y a eso vamos, ¿no?
—No te preocupes. No lo haré —dijo—. Sólo que a mí se me ocurren estas cosas. A veces.

No hay comentarios:

Publicar un comentario