lunes, 27 de abril de 2015

13. Los Renglones Torcidos de Dios - Luca Torcuato de Tena.

1. —¿Se llevaban ustedes bien?
—Nos queríamos y nos apreciábamos.
—¿Qué diferencia ve usted entre esos dos sentimientos?
—El primero indica amor. El segundo, estimación intelectual: es decir, admiración y orgullo recíprocos.
2. Es condición muy acusada en esta enferma —se decía en la carta— tener respuesta para todo, aunque ello suponga mentir (para lo que tiene una rara habilidad), y aunque sus embustes contradigan otros que dijo antes. Caso de ser cogida en flagrante contradicción, no se amilana por ello, y no tarda en encontrar una explicación de por qué se vio forzada a mentir antes, mientras que ahora es cuando dice la verdad. Y todo ello con tal coherencia y congruencia que le es fácil confundir a gentes poco sagaces e incluso a psiquiatras inexpertos. A esta habilidad suya contribuyen por igual sus ideas delirantes (que, en muchos casos, la impiden saber que miente) y su poderosa inteligencia.
3. Le merecí ese juicio cuando le demostré que nunca pude envenenar a mi esposo por carecer de ocasiones y de motivos. Y como le convencí de que carecía de motivo, pero no de posibilidades, la conclusión que sacó es que yo estaba loca, porque es propio de locos carecer de motivaciones para sus actos.
4. Los locos son como los niños. No puede convencérseles con razones porque, al carecer de razón, son incapaces de razonar.


5.—¿Le ha sido siempre fiel?
—¿El a mí?
—Sí. El a usted.
—No lo he indagado.
—¿Por qué?
—Porque hubiera supuesto una ofensa para él esa muestra de desconfianza.
—Nunca se habría enterado.
—Ello no obsta para que yo, en mi fuero interno, le hubiese ofendido.
—Y usted, señora de Almenara, ¿le ha sido siempre fiel?
—Siempre.
—¿No ha sido nunca solicitada por otro hombre?
—Muchas veces, doctor, y por muchos.
—¿Ello la halagaba?
—No puedo ocultarlo. Si: me halagaba.
—¿Y nunca cedió a ese halago?
—Nunca.
—¿Alguno de sus pretendientes le agradaba?
—Sí, y mucho.
—Y a pesar de ello...
—Jamás, doctor.
—Explíqueme detalladamente por qué.
—Por respeto a mi marido, pero también por respeto a mí misma. Tengo un alto concepto de la dignidad humana; creo que somos una especie... distinta. Y que esta distinción nos impone derechos y deberes. No podemos exigir los primeros sin sentirnos solidarios con los segundos. Si me lo permite, doctor, éstas son convicciones muy arraigadas en mí.
—¿Es usted creyente?
—No lo fui en mi infancia. Ahora sí.
—Eso contradice la... norma general.
—¡Nunca me ha interesado la norma general!
—¿Esas convicciones las heredó usted de su padre?
—No sé si esas cosas se heredan. Ignoro si se transmiten en los genes. Más exacto sería decir que las recibí de mi padre: no que las heredé. Fue conmigo un educador excepcional. A medida que pasa el tiempo su figura se agranda dentro de mí.
—¿Y la de su madre?
—Mi madre murió siendo yo muy niña. Y mi padre tuvo el acierto de ensalzarla grandemente a mis ojos. Hablaba de ella con mucha ternura. Más también con sincera admiración. Cuando me reprendía, era frecuente que dijera: "Tu madre no hubiera dicho eso" o "no hubiera hecho eso".
—¿Y no la molestaba o no hería su sensibilidad infantil esa comparación constante con una mujer que, aun siendo su madre, usted no llegó prácticamente a conocer?
—No, doctor, no. Mi madre era el ideal que yo debía alcanzar. Mi padre me la pintaba como la suma de las perfecciones, como el modelo que yo (si quería ser digna, bondadosa y fuerte) debía imitar.
6.—¿No tuvo nunca celos del amor que su padre manifestaba por su madre?
—No, doctor. Sigmund Freud, que es quien ha metido esa idea en la cabeza de todos los psicoanalistas, era un perfecto cretino...
—No exactamente un cretino —murmuró el doctor.
—Pero sí equivocado en las interpretaciones exclusivamente sexuales que daba a los símbolos, los sueños y los secretos ocultos de nuestro subconsciente. ¡Vamos, vamos! Pensar que quien sueñe con la aguja de una catedral o con el obelisco de Trajano en Roma está expresando anhelos relacionados con el órgano viril... ¡ésa no puede ser más que la interpretación de un obseso! ¿Por qué no podía Freud viajar en tren? ¿Qué clase de extraña fobia era ésa? ¡Me gustaría ser yo quien hiciese el psicoanálisis a ese caballero! Creo verdaderamente que el obseso sexual era él y no sus pacientes. ¡Eso es lo que pienso! ¡Y no retiro lo de cretino!
—Si eso le sirve de consuelo, le diré, señora, que opino lo mismo que usted; salvo en lo de cretino... Freud era un sabio que descubrió uno de los métodos más eficaces para hacer aflorar al consciente secretos morbosos, escondidos en nuestro interior, perdidos en la memoria, como un niño abandonado en el bosque... que sabe que existe un camino para su salvación, pero que no lo encuentra. Su error estriba en la dirección unilateral que dio a sus interpretaciones.
—¡No sólo somos sexo, doctor! ¡Odio a Freud!
—¿Le odia usted realmente?
—No, doctor; es una manera de decir. Yo no odio a nadie, pero siento una indecible aversión por los obsesos, por las cabezas cuadradas y por los que aplican la geometría al estudio del alma humana. Tienden a simplificar lo que es tan variado, tan complejo, tan interesante y tan grande... como... como el espíritu. ¡Ah, doctor, disculpe usted mi audacia! En realidad, me estoy metiendo en el campo de usted.
7. —¿Qué piensa usted de las artes?
—El arte es la ciencia de lo inútil.
El médico frunció la frente, sorprendido. Aquella respuesta no cuadraba con la personalidad que había creído adivinar en su paciente.
—¿Quiere decir que desprecia usted las artes; que las considera algo trivial, y a quiénes las practican gentes desocupadas que no tienen otra cosa mejor que hacer?
—¡Nada de eso, doctor! ¡Considero que el arte es tanto más sublime cuanto mayor es su inutilidad!
—Explíquese mejor.
—El hombre es el único animal que se crea necesidades que nada tienen que ver con la subsistencia del individuo y con la reproducción de la especie. No le basta comer para alimentarse, sino que condimenta los alimentos, de modo que añadan placer a la satisfacción de su necesidad. No le basta vestirse para abrigarse, sino que añade, a esta función tan elemental, la exigencia de confeccionar su ropa con determinadas formas y colores. No se contenta con cobijarse, sino que construye edificios con líneas armoniosas y caprichosas que exceden de su necesidad: lo cual no ocurre con la guarida del zorro, la madriguera del conejo o el nido de la cigüeña. ¿Hay algo más inútil que la corbata que lleva usted puesta? ¿De qué le sirve al estómago una salsa cumberland o un Chateaubriand a la Périgord? ¿Qué añade al cobijo del hombre el friso de una escayola o las orlas en forma de signos de interrogación de los hierros que sostienen el pasamanos de una escalera? Pues bien: todo eso que está inútilmente "añadido a la pura necesidad"... ¡ya es arte! La gastronomía, la hoy llamada alta costura y la decoración son las primeras artes creadas por nuestra especie, porque representan los excesos inútiles añadidos a las necesidades primarias de comer, abrigarse y guarecerse.
—Dígame, señora de Almenara, ¿dónde ha leído ese ensayo sobre la inutilidad? ¡Me gustaría conocerlo!
—¡No necesito leer a los demás para formarme una opinión, doctor!
—Prosiga, señora: me tiene usted absolutamente fascinado.
—Pues bien —continuó Alicia—, en el momento mismo en que el espíritu creador del hombre se despegó incluso de la necesidad primaria para producir sus lucubraciones, nacieron las grandes Artes: la Poesía, la Danza, la Música y la Pintura.—
—Olvida la Arquitectura.
—Considero a la Arquitectura, como a la Gastronomía, un añadido inútil a una necesidad "primaria". La Danza, en cierto modo, también tiene este lastre, pero se aleja más de la necesidad. Es... ¿cómo explicarme?, una... una... ¡una mímica sublimada! ¡Eso es lo que quería decir! Tal vez la Danza sea anterior al lenguaje y tuviera en sus orígenes una intencionalidad práctica: con carga erótica, reverencial o religiosa. ¡Yo no estaba allí, y no sé qué "intencionalidad" tenía! Pero no hay duda que encerraba "un propósito", encaminado a la consecución de un fin. No sé si me explico, pero la intencionalidad es algo muy superior a la "necesidad primaria". Está ya directamente relacionada con el juicio y la voluntad. "Quiero esto y voy a demostrarlo con gestos y ademanes rítmicos". ¡Y la Humanidad se puso a danzar! ¡De ahí a la Paulova o a Nureyev no había más que un paso! La Pintura pertenece a un género superior. ¡Es más inútil todavía! Tiene un lejanísimo parentesco con la escritura ideográfica, mas una vez añadida su carga de inutilidad, la distancia entre lo necesario y lo que no sirve para nada, se hace tan grande, que la considero entre las primeras de las Artes Mayores.
8. -¿Cómo juzga usted la Poesía?
—Paralela en méritos a la Pintura, aunque un tanto más inútil todavía. ¿Qué quiere decir, o para qué sirve decir: Mi corazón, como una sierpe se ha desprendido de su piel, ' y aquí la miro entre mis dedos llena de heridas y de miel?
"¡Oh, doctor! Ni el corazón tiene una piel como la de las serpientes que se la cambian cada temporada como las modas de las mujeres, ni los ofidios ni el corazón acostumbran a impregnarse del zumo de las abejas; ni hay hombre que pueda contemplar viscera tan delicada entre las manos: pues si estuviese vivo moriría en el intento; y si muerto, no podría contemplarla. ¡Y sin embargo este poemilla de García Lorca es arte puro!
"Queda, por último, la Música. ¿Qué mayor inutilidad que unir unos ruidos con otros ruidos que no expresan directamente nada y que pueden ser interpretados de mil distintas maneras según el estado de ánimo de quien los escuche? ¿A quién alimenta eso? ¿A quién abriga? ¿A quién cobija? ¡A nadie! La Música es la más inútil, biológicamente hablando, dé todas las Artes y, por ello, por su pavorosa y radical inutilidad, es la más grande de todas ellas; la menos irracional, la más intelectual, la más espiritual, la más humana, en tanto que esto signifique superación de los seres inferiores. Porque lo cierto es que hay quien entiende, ¡equivocadamente, claro está!, por "humano"...
Alicia se detuvo y se sonrojó:
—¡Ah, doctor, estoy hablando como un ser pedante e insufrible! Discúlpeme. No quiero hablar más.

9. —Vamos a proseguir. ¿Le agrada el silencio?
—El silencio no existe, doctor.
—Anoto que eso tiene usted que desarrollarlo después. ¿Le agrada la soledad?
—A veces la busco y la necesito. Pero con limitaciones. ¡Soy humana y como humana un animal social! Mis incursiones en la soledad son esporádicas... pero si persistieran contra mi voluntad, estaría dispuesta a echarme en brazos del primer ser viviente con quien me topara... ¡y traicionar todos mis prejuicios puritanos!
10. —Me estaba usted diciendo qué es lo que se entiende y lo que no de­be entenderse por "humano".
—La gente equivoca este término y entiende por "debilidades huma­nas" lo que en realidad son "debilidades animales". Lo humano, por el contrario, es lo que supera a lo animal: lo que está por encima de lo que hay en nosotros, de fieras.

11. —Me dijo usted antes, señora de Almenara, que el silencio no existía... ¡He aquí un tema que me gustaría escucharle! Expláyese mejor. ¿Por qué afirmó antes que el silencio no existía?
—Por puro sentido de la observación, doctor.
—Explíqueme eso con cierto detalle.
—Muchos afirman —comenzó Alice Gould con aire distraído y distante— que el hombre ha matado el silencio. Es muy injusto decir eso, porque el silencio ¡no existe! A veces huimos de la gran ciudad para escapar del bullicio, pero no hacemos sino trocar unos ruidos por otros. Cuando se acercan las vacaciones, deseamos conscientemente cambiar de ocupación: la máquina de calcular, por la bicicleta; o la de escribir, por el arpón submarino. También de un modo consciente deseamos cambiar de paisaje: la ventana del inquilino de enfrente por la montaña, el campo o la playa. Pero de una manera inconsciente, lo que anhelamos, sin saberlo, es cambiar de ruidos: el bocinazo, el frenazo, el chirriar de las máquinas, las radios del vecino, por otros menos desapacibles, como el rumor del viento entre los pinos o la honda y angustiada respiración del mar.
—¿Considera usted al mar como un ser vivo?
—¡Naturalmente, doctor! La tierra no es un planeta muerto. Y el mar ocupa las tres quintas partes de la tierra... o... o algo parecido. Y además se muere y hace ruido. ¡Todo lo que vive lleva el sonido consigo!
—Me sorprendió usted, señora de Almenara, desde que entró por esa puerta; sería injusto negarle que mi sorpresa va de aumento en aumento. No obstante, sigo creyendo que la total soledad se aproxima mucho al silencio.
—No, doctor. No hay bosque, por oculto y lejano que se halle, por tranquilo que esté el aire que lo envuelve, que no tenga su propio idioma sonoro. ¿Usted no ha oído hablar a los árboles? ¡Todo el mundo los ha oído hablar! No se sabe bien qué es lo que se escucha, qué es lo que suena. No hay arroyos en las proximidades, no hay pájaros, no hay insectos, y las copas están quietas. Con esto y con todo, hay un palpito indefinible, indescifrable. Se dice entonces que se oye el silencio. Es una manera de decir porque lo cierto es que "algo" se oye... mientras que el silencio es inaudible.
—No se interrumpa, señora. Estoy embobado escuchándola. Animada y halagada por la admiración que despertaba en el doctor, Alice Gould prosiguió:
—He aquí una palabra, "silencio", que el hombre ha inventado para expresar una realidad que no ha experimentado jamás, para describir lo que nunca ha conocido: porque todo en él y alrededor de él es un cúmulo de mínimos estruendos. Y la voz que sonó una vez no se pierde para siempre. La vibración de la onda sonora se expande y aleja, pero permanece eternamente. Esta conversación que estamos teniendo, doctor, existirá en el futuro en algún lugar lejano.
—¿Quiere usted decir que toda palabra es eterna?
—Es una simpleza lo que digo. No hay nada de original en ello, puesto que está probado. La curiosidad insaciable del hombre creó grandes ojos (los telescopios) para ver más allá de lo que la vista alcanza. Ahora ha creado grandes orejas (los radiotelescopios) para captar los ruidos del Universo. Y he leído que aún se oye el sordo clamor de la primera explosión: la que fue origen de la creación del mundo y de la fuga de las galaxias. ¡Antes de esto, sí existía el silencio! ¡Y se acabó! ¡No hablo más! ¡Me ha forzado usted a expresarme ex-cátedra, pedantescamente! Ha conseguido avergonzarme. ¡Me siento muy ridícula!

12. —Eres muy guapo chico.
—Mi hermana es muy guapa también. Y tú también. Y la Castell también. Los demás son todos feos.
—No todos. Hay un muchacho de tu misma edad, que se parece mucho a ti. Y que es muy guapo.
—Yo no le conozco.
—¿No le has visto nunca?
—No.
Rómulo negaba, no ya su parentesco, sino la realidad misma de su hermano gemelo. ¿A qué oscura corriente de su espíritu pertenecería esta aberrante obstinación? ¿Era sincero al ignorar la existencia de aquel otro muchacho de su misma sangre, que se parecía tanto a él co­mo a una fotografía su duplicado? En este caso, la aberración era inte­lectual: su desviación manaba de la mente. ¿Era insincero, y conocía que allí —a pocos pasos— vagaba un ser que compartió con él el claustro materno y, aun sabiéndolo, se obstinaba en negarlo? De ser así, la malformación morbosa de su personalidad pertenecía a los senti­mientos. ¿Y cuál de ambos males era más pavoroso? ¿Qué siniestra jerarquía de malignidad se llevaba la palma del horror: la ruina de la inteligencia, de donde mana el conocimiento, o de la voluntad, donde anidan los afectos?
13. -¿Qué cualidades son esas que más admira usted en la mujer?
—La abnegación, la delicadeza, la intuición y el buen gusto.
—¿Y la belleza?
—¡Ah, doctor! Por supuesto que sí. También admiro la belleza en la mujer, sobre todo cuando su exterior es como un reflejo de su interiori­dad...
—Perdóneme esta pregunta delicada, señora de Almenara: ¿es usted frígida?
—No, no, no, doctor.
—Muchas mujeres lo son.
—O no son mujeres o sus maridos son muy torpes... o muy egoístas.
—Ese es un mundo muy complicado —murmuró el doctor Arellano.
—Para mí es un mundo resuelto, doctor. No es ése mi caso. Y creo que pierde usted el tiempo buceando en esas aguas.
14. —¡Hala, hala! ¡Todo el mundo fuera de mi vista! —decía—. Estoy harta de vuestras innobles presencias, y vuestra falta de higiene, y vuestras zalemas estúpidas, y vuestras conversaciones insípidas, y vuestros pensamientos lascivos, y vuestras miradas serviles, y vuestras conductas deshonestas, y vuestras falsas promesas, y vuestras almas de esclavos, y vuestra falta de clase, y vuestra ignorancia, y vuestras pre­tensiones, y vuestra miseria, y vuestra cobardía, y de los abusos que co­metéis en mis despensas, y en mis cuentas corrientes, y en mis gana­dos, y en mis tierras, y en mis ajuares, y en mi vestuario, y en mis cofres de joyas y...
("¡Qué capacidad enumerativa!", pensó Alicia, admirada de tanta lo­cuacidad.)
—He dicho que no quiero ver a nadie, pues vuestras miradas me en­sucian; vuestras palabras me aburren; vuestros pasos me hieren los oídos; vuestros movimientos me irritan, y vuestra sombra me contami­na. ¡Fuera todo el mundo he dicho...!
Lo asombroso para Alicia es que fueron muchos los que la obede­cieron, más no por acatar sus órdenes —como supo más tarde— sino por huir de su logorrea; pues ni los locos podían sufrir sus excesos lo­cuaces cuando rebrotaban sus crisis. Sólo los paralíticos permane­cieron indiferentes donde estaban.
15. —¿De qué está Usted más satisfecha?
—De mi afán de superación...
—¿Y más descontenta?
—De no hacer todo lo que debo por cultivar mi espíritu y ayudar a los demás.
16.—Si su parálisis es fingida —comentó Alicia— no están enfermos. Son simples simuladores. Montserrat replicó:
—¡Claro que están enfermos! Los unos lo son de la mente. Los otros, de la voluntad.
Meditó Alicia estas palabras. Los "quietos" voluntarios ¿intentarían por ventura parodiar a la Muerte —la Eterna Inmóvil— del mismo mo­do que los niños imitan lo que desean?
17.—Remo es distinto —prosiguió el doctor—. Su tristeza es verdadera. La imbecilidad que padece no es tan grande como para no conocer y darse cuenta de su invalidez. No entiende lo que ocurre en torno suyo... pero entiende que no entiende. Su doble (es decir, su hermano Rómulo) se mueve, gesticula, habla, ríe. ¿Por qué Rómulo sí, y él no? La pregunta no se la formula con esta nitidez, por supuesto. Pero es como una perplejidad difusa y latente que le hace sufrir. Por supuesto, Rómulo, para él, es un ser excepcional. Un sabio que sabe leer y sabe reír: un superhombre. Más he aquí que Rómulo no le reconoce como hermano. ¡Su ídolo no le mira, no le quiere, le ignora! Y esto es lo que aún no está resuelto en el caso de Rómulo.
18. ...y unas bellísimas mariposas condenadas a procrear seres tan repugnantes como las orugas y los gusanos. "¡Qué falta de proporción —pensó— entre la belleza y la fealdad dentro de una misma familia!" Y de aquí pasó a considerar el drama de los padres sanos que tienen hijos monstruosos y demenciados...
19. —La fobia es un pretexto que se ha inventado el organismo para ocultar un terror verdadero, justificado, pero que la mente se empeña en ignorar. Algo me ocurrió alguna vez, algo que yo ignoro, que mis padres no saben, que mis amigos desconocen, que está tapado por mi fobia al agua. Esta fobia es una tapadera simulada por mi subconsciente para que yo no me entere de que hay algo pavoroso en mi pasado. Tal vez estuve a punto de saber, de aprender o de recordar ese "algo" pavoroso. Y de pronto mis defensas me crearon la fobia al agua para encubrir aquello otro, misterioso, pero verdadero.
20. —La fobia es un mal útil —insistió ella— puesto que oculta con un pánico y una angustia injustificados otra angustia y otro pánico verdaderos. Y probablemente peores.
—No, Alicia, no es así.
—¡Yo daría mi salud por olvidar algo muy concreto!
—¡La salud pertenece al presente! ¡Y los recuerdos, al pasado! ¿Cómo sacrificar el "hoy", ¡que es aún remediable!, a un tiempo ido, que es irremediable ya! ¡No pienses ese disparate!
21. Consideró Alicia que los espejos, como muchas personas, tienen respuestas distintas para las mismas preguntas, según los casos.
22. Entre los muchos motivos que, por lo común, alteran el necesario descanso de los hombres hay dos que destacan sobre los demás: la depresión de un gran fracaso y la exaltación de un gran éxito. Para el primero, la naturaleza posee numerosos antídotos: el cerebro colabora con la voluntad para tender una sutil capa de humo que acaba ocultando el recuerdo del descalabro sufrido. Y tarde o temprano el sueño llega como una oportuna medicina. Pero cuando la alteración viene producida por el éxito, ni la voluntad se presta a atender esa protección ni el entendimiento colabora a ello. Ambos a una quieren regodearse con la satisfacción recibida, desean gozar con su recuerdo; se niegan a perder el más mínimo detalle y gustan volver una y otra vez al motivo de su contento.
23. -¿De qué tiene miedo?
—¡Tengo miedo de pensar!
—¡Pues no piense! ¡Es así de fácil! ¡Los que piensan, enloquecen! ¡Yo no pienso nunca! Por eso estoy sana. ¿Quiere una pastilla para dormir?
24.—Mi tesis doctoral —respondió Alice Gould— versaba exclusivamente sobre los gamines colombianos. ¿No ha oído usted hablar de ellos? La palabra con la que los denominan es un galicismo: deriva de "gamín" en francés, y no en su acepción de chicos, muchachuelos, sino de golfillos callejeros. La mayor parte de ellos desconocen quiénes fueron sus padres. Son seres abandonados, generalmente fruto de uniones ilegítimas, y por instinto se agrupan y forman bandas. En una sociedad tan culta como la colombiana son una lacra endémica. Se los ve dormir, de día o de noche, junto a las grandes autopistas, o bajo los soportales de las iglesias o en los porches de los comercios. Son tan jóvenes (cinco, seis, tal vez ocho años) que la policía se apiada de ellos. Esas bandas, inicialmente, piden limosna a quien se la da. Más tarde exigen dinero a quien no se lo da de buen grado. A los nueve o diez años cometen su primer robo en pandilla. A los catorce, su primer delito dé sangre. Son carne de presidio; son los futuros grandes bandoleros. Y muy pocos los que logran integrarse en la sociedad y acatar sus normas. Pero yo le aseguro que no son "individuos", enfermos de por sí, sino los frutos lógicos de una sociedad enferma. No son "antisociales" constitutivamente. No se han marginado por su propia voluntad. Es la sociedad quien los ha mantenido y los mantiene marginados. Prueba de ello es que cuando personas heroicas o instituciones beneméritas intentan rescatarlos, lo consiguen.
25. "A Alicia Almenara, la más fascinante de las locas y la más bonita de las mujeres, a la que deseo todos los bienes del mundo menos uno: la salud. Porque si ella sanara, me privaría de la alegría y el gozo de su presencia."
Alicia palmoteó entusiasmada al leerlo, y le besó en la cara.
—Además de topógrafo y dibujante, eres poeta.
—No debías besarme, Alicia...
—¿Te molesta que te demuestre mi gratitud con un beso fraternal?
—¡Ahí está lo malo! Yo no recibo tus besos tan fraternalmente como tú me los das.
26. El razonar equivale a mover la mente. Pues bien: Alicia no razonaba. Su entendimiento se posó en el punto dicho y allí quedó agazapado como una liebre encamada, como un animal que sabe que en la total quietud está su mejor defensa para no ser visto por el cazador o por la fiera al acecho. Y ella necesitaba protegerse en este nirvana (en este no pensar) para que la inmovilidad de su intelecto le sirviese de añagaza defensiva frente a un animal feroz que la acosaba de cerca: la idea terrible de aceptar como un hecho cierto su propia locura.
27. "¡Ignorar la propia realidad —pensó—. Eso es la locura!"
28. Se la veía debatirse entre su deseo de dominar la congoja y la imposibilidad de evitarla. Rosellini la dejó llorar. El llanto es una descarga de la emotividad. Cuando ésta llega a un punto grave de concentración es preciso abrir compuertas al alma. Y el llanto, a veces, es su mejor cauce.
29. Esta mujer —pensó— tenía un extraño atractivo: un alto poder de seducción. Lo que los ingleses dicen it. Y los chilenos, "tinca", y los andaluces, "duende". Y los políticos "don de gentes". Era imposible estar cerca sin declararse solidario con ella.
30. —¿No comprende usted, María Luisa, que lo que deseo con toda mi alma es no localizarle? ¿No ha entendido todavía que la mayor alegría de mi vida es no saber dónde está ni qué hace; y que siento pavor de que esta felicidad se trunque, si llego a saberlo? ¡Quiero ignorarlo todo de él, alejarle de mi vida, convencerme de que nunca ha existido!
31. Re­cordó los versos de Jorge Manrique:
"...querer el hombre vivir
cuando Dios quiere que muera
es locura."
Y los recompuso de esta suerte:
"No es cordura
querer hacer revivir
a aquel que quiere morir."
32. la justicia pertenece a un rango moral superior a la 'cortesía.
33. Los extravertidos, como Alicia, que echan fuera el lastre de sus emociones, tienen menos riesgo de enloquecer que los introverti­dos que se guardan para sí las toxinas emotivas con las que acaban en­venenándose por no saber o no querer eliminarlas.
34. No obstante, detecté esta can­didez, que es habitual en gentes de un rango moral tan superior, que son incapaces de imaginar, ni en teoría, la maldad en los otros; y me­nos en los más próximos.
35. Las personalidades especialmente exquisitas son más vulnerables que las más zafias; del mismo modo que una taza es más frágil cuanto de mayor calidad sea la porcelana.
36. Los locos son una terrible equivocación de la Naturaleza; son las faltas de ortografía de Dios. (...) Dios escribe derecho con renglones tor­cidos. (...) No te preocupes por ellos —le decía a Dios— por... por... porque... todos son equi... equi... ¡eso es! equivocaciones tuyas. Son los ren... renglones torci... torcidos, de cuando apren... apren... ¡eso es!... apren­diste a escribir. ¡Los pobres locos —continuó ahogado por los sollozos— son tus fal... faltas de ortoorto... ortografía!.
37. ¡Ah, qué terrible es el sino de los pobres locos, esos "renglones torcidos", esos yerros, esas faltas de ortografía del Creador, como los llama­ba "el Autor de la Teoría de los Nueve Universos", ignorante de que él era uno de los más torcidos de todos los renglones de la caligrafía divi­na!.

38. Chemari Goñi pertenecía a la estirpe de lo que los padres de familia burgueses denominaban "malas compañías" que eran los "niños con los que no se debe salir". Las razones de esta discriminación a tan tierna edad no carecían de cierto peso: esos niños eran de los que decían y enseñaban palabras feas, rompían a pedradas los faroles del alumbrado y eludían con frecuencia el ir a clase, arrastrando a otros compañeros a hacer "novillos". Aquella mañana se consumó para Iñaqui el bautismo de picardía: fue la primera vez que, incitado por aquel chico "mayor", se avino a no ir al colegio. La tentación era demasiado grande, porque lo que le propuso Chemari fue pasarse la mañana patinando en el club pista para patinar al aire libre y piscina cubierta. Iñaqui, que era un ex-celente nadador, no había patinado nunca; Chemari, que imitaba al nadar un molino enloquecido, era en cambio un colosal patinador.
La primera dificultad que advirtió Iñaqui en el nuevo deporte fue colocarse los gruesos patines de ruedas. Estos se unían a los zapatos por medio de unas presillas movibles que se ajustaban a las distintas medidas del calzado; además, varias correas presionaban sobre el empeine y la puntera de los zapatos. Chemari iba mucho mejor preparado que él, pues llevaba botas que no se soltaban, mientras que, al menor movimiento mal hecho, los zapatos se escapaban de los pies. Al verse alzado sobre aquellas máquinas deslizantes, Iñaqui se consideró muchísimo más alto, pero esta sensación le duró muy poco, ya que a los pocos segundos estaba en el suelo tras el primer costalazo. Mientras el más joven caía una y otra vez, imitando reiteradamente la canción de Las segadoras en aquello de "levantarse y volverse a agachar", el mayor hacía filigranas con los patines de ruedas. Se deslizaba de frente, de espaldas y de costado; giraba a placer sobre sí mismo y —lo más difícil de todo— sabía frenar de golpe, si se le antojaba. Iñaqui, por el contrario, cuando al fin consiguió trasladarse de frente, y se encontró con el problema de no poder detenerse, tuvo que tirarse de espaldas al suelo antes dé romperse la crisma contra una pared.
—¡Qué bien lo haces!—comentó admirativamente, desde tan humillante posición, al ver las fiorituras que hacía Chemari.
Este, halagado, extendió una silla plegable sobre el suelo, tomó carrerilla y la saltó limpiamente. Aplaudióle, admirado, Iñaqui. Y Chemari comentó:
—Yo soy mejor patinador que tú nadador.
—Eso no es verdad —replicó el pequeño—. Porque yo soy campeón infantil de natación y tú no eres campeón infantil de patines.
—No seas presumido. ¡Tú qué vas a ser campeón de natación!
—Sí, lo soy. ¡Y he salido fotografiado en los periódicos! —protestó Iñaqui, muy enfadado de que se pusiera en duda la mayor proeza de su cortísima vida.
—¿No conoces la piscina cubierta del club?
—Nunca he visto una piscina cubierta.
—¡Ven a verla!
Ayudóle Chemari a levantarse y dándole la mano, para que no se volviese a caer, le condujo hasta el borde de aquel rectángulo verde y azul que habría de ser escenario de no pocos éxitos de Iñaqui en años venideros y que, de niño, contemplaba por primera vez.
—¡Toma, para que no seas presumido! —le dijo el grandullón mientras le empujaba.
Sintió, el pequeño, un vahído; cayó aparatosamente a la piscina, y su primera, instintiva precaución, fue intentar quitarse los patines. Pasó grandes apuros bajo el agua y al no conseguir lo que pretendía, se quitó los zapatos; con lo que el calzado y su postizo dé acero quedaron en el fondo e Iñaqui pudo subir a la superficie. Oyó las carcajadas de Chemari, que se desternillaba de risa ante la pesadísima broma, y al punto se propuso vengarse de él. En tierra era difícil porque era mucho más alto y fuerte, pero en el agua... ¡ya vería lo que era bueno! Iñaqui ocultó su rabia riéndose él también; hizo una demostración de buen estilo de nadador ante el que le llamó presumido, mientras meditaba de qué argucia se valdría para zambullirle. Al fin, acercándose al borde donde estaba, levantó una mano pidiéndole ayuda para subir. Tendióle la suya el tal Chemari, tiró Iñaqui fuertemente de ella y cuando cayó le hizo un buen bucito de los que tardan en olvidarse. Cuando le consideró suficientemente castigado, hizo el recorrido entero para que aquel cabrito aprendiese lo que era nadar bien. Pero en seguida otra idea le vino a las mientes y ésta era la regañina que iba a recibir en casa cuando le viesen llegar descalzo y con la ropa toda mojada. Salió, cubrióse con la gabardina y todo azorado de andar por la calle en calcetines echó a correr hacia su hogar. El otro se había marchado sin despedirse. Llegó a su piso llorando; y mintió a su madre diciendo que, como le sobraba tiempo antes de que pasara "el Trole Madrugador", se había acercado al puerto donde al pie de una escalerilla había unos niños que pescaban. Se acercó a ellos y, como la plataforma tenía mucho musgo, se resbaló y cayó al agua. Esta fue su explicación. Al día siguiente, Iñaqui fuese al colegio a pie para no correr el riesgo de encontrarse con Chemari en el tranvía. Fue una precaución inútil, pues su cómplice en los novillos de la víspera tampoco asistió a clase. Ni el siguiente, en que se otorgaron las notas del primer trimestre, ya que se iniciaban las vacaciones de Navidad. Al concluir éstas y regresar al colegio enteróse Iñaqui de que Chemari Goñi había muerto ahogado. Su cuerpo, con los patines puestos, fue descubierto en el fondo de la piscina del club Loreto, cuando unos empleados se disponían a vaciarla. Quedó espantado Iñaqui al oír esto, pero no lo sintió mucho porque no le quería. Una terrible duda le asaltó, pero la rechazó en seguida. Lo más probable es que Chemari hubiese vuelto por el club, para patinar, todos aquellos días en que no fue al colegio antes de las vacaciones.
39. Cuatro chiquillos de una aldea llamada Villafuente de Calcamar, perdida en lo más abrupto de las montañas leonesas, vagaban entre las frondas de un bosque, cosechando, por encargo de sus padres, hierbas aromáticas y medicinales. Se apodaban "el Currinche", "el Pecas", "el Adobe" y "el Mustafá". Los dos últimos eran hermanos. "El Adobe" contaba nueve años y "el Mustafá" había cumplido doce. Tenían ya repletos varios sacos con otras tantas va-riedades cuando "el Currinche", que era el experto de la expedición —pues sabía distinguir las hierbas por sus nombres y conocía las propiedades medicinales de cada una— comenzó a escarbar junto al tronco de una planta y misteriosamente comentó a sus amigos:
—Mirad ¡ésa es la que llaman la raíz maldita! ¡Si se la mastica se ve al demonio!
Quedaron los otros espantados de contemplarla por primera vez, ya
que todos la conocían de oídas, y "el Pecas" les propuso probarla para ver si era verdad o cuento lo que de ella se decía. "El Adobe", aunque era el más joven, se opuso a ello y hasta se enfrentó con su hermano mayor, que aceptó la propuesta con gran entusiasmo. Insistió "el Adobe" en que si lo hacían correría a la aldea para chivarse y, como viera que comenzaban a desenterrar la raíz, cumplió su amenaza, y fuese a buen trote hacia el caserío. Lo último que oyó fue la voz del "Currinche", que le gritaba:
—¡No seas maricón y vente pa acá! ¡Sabe a regaliz!
Cuando los padres de los chiquillos y otros hombres de la aldea llegaron al bosque conducidos por "el Adobe", los encontraron alucinados. Sus palabras balbucientes eran incomprensibles; sus gritos, destemplados; sus movimientos, ebrios, y sus miradas, de locos. Cargaron con ellos y se los llevaron a la aldea con intención de pedir al cura que les echara agua bendita y los exorcizase, pues los creían endemoniados. "El Currinche" murió antes de que llegasen a Villafuente de Calcamar; "el Mustafá" falleció al atardecer, presa de grandes convulsiones; y los alaridos de "el Pecas" se oyeron hasta la medianoche. Los que velaban a los muertos dejaron de oír sus voces con la última campanada del reloj de la parroquia.
La madre de este último explicó al siguiente día que su marido había cargado a hombros con el cadáver de "el Pecas" "pa enterrarle aonde descansan sus agüelos". No era cierto. Sólo era verdad que cargó a hombros con su cuerpo —no con su cadáver— y no para enterrarle, sino para enjaularle. Amordazado y atado lo condujo dentro de un saco hacia una lejana propiedad que tenía en un lugar apartadísimo y lo encerró en un hórreo abandonado. Ni su mujer ni él querían tener consigo a un hijo con el diablo dentro. No estaban dispuestos a que en la aldea les señalasen con el dedo considerándolos los padres de Satanás y achacándoles cada desgracia que sobreviniese. En consecuencia, decidieron ocultarlo y turnarse marido y mujer para llevarle pan, agua y manzanas (o lo que se terciase) dos veces por semana. ¡Ojalá hubiese muerto con los otros niños endemoniados! El día de su encierro, "el Pecas" cumplía diez años de edad.
Durante varios días y cuando el viento soplaba de poniente (donde está la morada del diablo) se oyeron en la lejanía llos alaridos de las almas de los niños condenados aterrorizando al vecindario. Después dejaron de oírse para siempre.
Veinte años más tarde unos cazadores llegaron a Villafuente de Calcamar para contratar un guía que los condujese por aquellas espesuras para matar el urogallo. Llegaron a un acuerdo con un mocetón de veintinueve años al que apodaban "el Adobe". Estaban los tres, de noche cerrada, esperando el primer claror del alba (que es el momento en que el urogallo se traiciona y denuncia su presencia con su canto), cuando una fuerte tormenta descargó su furia en el lugar. Hubo que abandonar el puesto, porque en tales circunstancias el urogallo no canta. La lluvia caía a raudales; el camino forestal en que dejaron el Land Rover quedaba muy lejos, y no había en varias leguas a la redonda sitio alguno en que guarecerse. A mitad de camino descubrieron un hórreo abandonado del que ni siquiera "el Adobe" tenía noticia. Propuso el guía cobijarse allí hasta que escampase. Forzaron la pequeña gatera por donde se vuelca el grano (que estaba claveteada por fuera) e iban a descolgarse por ella, cuando a la luz de las linternas descubrieron dentro del hórreo a un hombre agazapado, totalmente desnudo, con barbas y melenas que le llegaban a la cintura, en tal estado de desnutrición que semejaba un esqueleto viviente, con uñas en pies y manos que parecían garras y un gesto indescriptible de terror ante los ruidos, las voces y la luz de la linterna. Ante aquella espantosa visión, prefirieron la lluvia al cobijo; y, tan pronto como llegaron a tierra de cristianos, pusieron en conocimiento del primer puesto de la Guardia Civil lo que habían visto. La Benemérita rescató al hombre con la ayuda de "el Adobe", y denunció el caso al juzgado. El juez, como primera medida, decretó el procesamiento de los padres del "Pecas" y el internamiento de éste en el manicomio.

40—Los "psicópatas" a los que definí en mi tesis doctoral, difieren mucho de sus "gamines" —comentó—. Los míos no proceden de la miseria. Muchos pertenecen a clases pudientes o son hijos de gentes que sin vivir en la opulencia son dueños de pequeños negocios (tabernas, librerías, tiendas) o que tienen sueldos dignos, o poseen tierras o ganados con los que vivir con modestia, pero sin aprietos. No pertenecen a subclases como los gitanos nómadas o subculturas como los quinquis. Siendo niños, si roban no es para comer, sino para destruir lo robado. Si rompen un objeto no es porque les desagrade, sino porque agrada a otros. Si maltratan a un animal no es por defenderse de él, sino para verle sufrir. Si huyen de sus casas y abandonan sus familias no es por afán de aventuras, sino por un secreto, indómito e invencible sentido de la insolidaridad primero familiar, después social y por último individual. Son incapaces de querer a nadie. Su capacidad afectiva es nula. Esta es la cantera, la materia prima de donde surgen los "grapos", los "etas", las "brigadas rojas" italianas o los "meinhof' alemanes. Se los enclava bajo el común denominador de psicópatas, término demasiado amplio y, por ello, mucho más inadecuado que el de sociópatas, que ya empieza a hacer fortuna, y que es el que yo defiendo.
—Dígame, Dolores: ¿No todo delincuente habitual es un sociópata?
—¡De ningún modo! El sociópata es un individuo clínicamente muy bien definido. ¿Le pongo algunos ejemplos? El delincuente habitual es un hombre que ha decidido infringir las leyes para vivir. Comprende la necesidad de las leyes, no las discute, pero se las salta. No odia a la sociedad, pero se aprovecha de ella. El sociópata infringe igualmente las leyes, pero no por sacar utilidad alguna de su infringimiento (lo cual, en todo caso, sería una causa secundaria), sino por considerar intolerable la existencia misma de las normas. Si un delincuente común roba un cuadro o cualquier obra de arte es para venderla y obtener un beneficio. El sociópata, una vez robada, la quema, o la abandona una vez destruida. Al revés del delincuente "normal" el sociópata odia a la sociedad y no se aprovecha de ella.
En un interrogatorio policial el delincuente común se quedaría realmente pasmado si le preguntaran por qué había robado las joyas del camarín de la Virgen en una ermita alejada. ¿Para qué iba a ser? ¡Para desguazarlas y venderlas y obtener un dinero! ¿Acaso existía otra respuesta razonable? Pero es evidente que existen otras respuestas: "porque no me gusta que una estatua de madera lleve joyas", o bien "porque cuando yo era niño y creía esas sandeces le pedí un favor a esa virgen y no me lo concedió". O bien "porque pasé por ahí y se me ocurrió demostrar al párroco que era tonto". ¡Estas hubiesen sido típicas respuestas de un sociópata! El delincuente común padece sentimientos de culpabilidad e incluso el arrepentimiento. El sociópata, en cambio, está muy satisfecho de su conducta. Y tiende a airearla y darle publicidad. Un delincuente común, generalmente, con mejor o peor fortuna, planea" sus actos delictivos. Al sociópata se los planean otros, y el rasgo característico de su impulsividad consiste en convertir inmediatamente en actos sus deseos: lo mismo se trate de una violación que de disparar contra un policía que hace guardia en una esquina o está plácidamente tomando un refrigerio en un bar.
"Pero el rasgo diferencial de un sociópata respecto a los incursos en cualquier otro cuadro clínico psiquiátrico es el hecho de no padecer alteración alguna es su inteligencia. Resuelven positivamente los tests y el médico puede apreciar en la entrevista exploratoria de su mente una manera adecuada de razonar. ¿Son, por tanto, enfermos, o no lo son? Su peligrosidad queda fuera de toda duda. Y están patológicamente inclinados a la reincidencia. El que ha matado una vez, matará dos. Mas ¿cuál es el medio adecuado de la sociedad para defenderse de esos enemigos natos y primarios de todo orden sociopolítico? ¿El patíbulo, la cárcel perpetua o el manicomio?
Los problemas médico-legales que plantean los sociópatas son harto sutiles. Sus conductas están gravemente deterioradas, pero no a causa de una deformación previa del sistema intelectivo, sino por la ausencia de códigos morales o por la sustitución de éstos por otros que se ciñen a sus tendencias. Ello los transforma en eternos inadaptados, fanáticos de lo absurdo, que aplican su ley no contra los individuos, sino contra la sociedad en su conjunto por razones que ellos mismos no saben explicar, ni las leyes combatir, ni los sociólogos entender.

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