jueves, 25 de junio de 2015

23. Retrato del Artista Adolescente - James Joyce.

1. ––¡Haragán, maulero! ––gritó el prefecto––. ¡Se me han roto las gafas! ¡Es una treta de estudiantes ya muy antigua ésa! ¡A ver, la mano, inmediatamente!
Stephen cerró los ojos y extendió su mano temblorosa, con la palma hacia arriba. Sintió que el prefecto le tocaba un momento los dedos para ponerla plana y luego el silbido de las mangas de la sotana al levantarse la palmeta para dar. Un golpe ardiente, abrasador, punzante, como el chasquido de un bastón al quebrarse, obligó a la mano temblorosa a contraerse toda ella como una hoja en el fuego. Y al ruido, lágrimas ardientes de dolor se le agolparon en los ojos. Todo su cuerpo estaba estremecido de terror, el brazo le temblaba y la mano, agarrotada, ardiente, lívida, vacilaba como una hoja desgajada en el aire. Un grito que era una súplica de indulgencia le subió a los labios. Pero, aunque las lágrimas le escaldaban los ojos y las piernas le temblaban de miedo y de dolor, ahogó las lágrimas abrasadoras y el grito que le hervía en la garganta.
––¡La otra mano! ––exclamó el prefecto.
Stephen retiró el herido y tembloroso brazo derecho y extendió la mano izquierda. La manga de la sotana silbó otra vez al levantar la palmeta y un estallido punzante, ardiente, bárbaro, enloquecedor, obligó a la mano a contraerse, palma y dedos confundidos en una masa cárdena y palpitante. Las escaldantes lágrimas le brotaron de los ojos, y abrasado de vergüenza, de angustia y de terror, retiró el brazo y prorrumpió en un quejido. Su cuerpo se estremecía paralizado de espanto y, en medio de su confusión y de su rabia, sintió que el grito abrasador se le escapaba de la garganta y que las lágrimas más ardientes le caían de los ojos y resbalaban por las arreboladas mejillas.
––¡Arrodíllate! ––gritó el prefecto.
Stephen sé arrodilló prestamente, oprimiéndose las manos laceradas contra los costados. Y de pensar en aquellas manos, en un instante golpeadas y entumecidas de dolor, le dio pena de ellas mismas, como si no fueran las suyas propias, sino las de otra persona, de alguien por quien él sintiera lástima. Y al arrodillarse, calmando los últimos sollozos de su garganta y sintiendo el dolor punzante y ardiente oprimido contra los costados, pensó en aquellas manos que él había extendido con las palmas hacia arriba, y en firme presión del prefecto al estirarle los dedos contraídos, y en aquellos dedos y aquellas palmas que, en una masa golpeada, entumecida, roja, temblaban, desvalidos, en el aire.
––A trabajar todo el mundo ––gritó el prefecto de estudios desde la puerta––. El Padre Dolan entrará todos los días para ver si algún chico perezoso y holgazán que necesite ser azotado. Todos los días. Todos los días.
La puerta se cerró tras él.
La clase continuó copiando los ejercicios en silencio.


2. ––A Simón Moonan y a Camellos los van a azotar ––contestó Athy––, y a los de la primera les han dado a escoger entre los azotes o ser expulsados.
––¿Y por qué se deciden? ––preguntó el muchacho que había hablado primero.
––Todos prefieren la expulsión, excepto Corrigan ––contestó Athy––. A él le va a azotar míster Gleeson.
––Ya comprendo por qué ––dijo Cecil Thunder––. Él está en lo cierto, y los otros no, porque los azotes se pasan al cabo de un rato, pero a un chico al que le han expulsado, le queda una marca para toda la vida.
––Ha sido una respuesta de primera ––dijo míster Dédalus- la que nuestro común amigo ha dado al canónigo. ¿Qué les parece?
––Yo no creí que se le pudiera ocurrir otro tanto ––dijo míster Casey.
––"Padre, yo pagaré los diezmos cuando ustedes dejen de convertir la casa de Dios en una agencia electoral."
––Una respuesta muy bonita ––dijo Dante––, para ser dada a un sacerdote por cualquiera que se llame católico.
––Ellos son los que tienen la culpa ––dijo con tono suave míster Dédalus––. El más lerdo les había de decir que se redujeran estrictamente a los asuntos religiosos.
––Eso es religión también ––dijo Dante––. Cumplen con su deber previniendo al pueblo.
––A lo que vamos a la casa de Dios ––intervino míster Casey––, es a rogar humildemente a nuestro Criador y no a escuchar arengas electorales.
––Eso es religión también ––volvió a afirmar Dante––. Hacen bien. Están obligados a dirigir sus ovejas.
––Pero, ¿es religión el hacer política desde el altar? ––preguntó míster Dédalus.
––Ciertamente ––contestó Dante––. Es una cuestión de moralidad pública. Un sacerdote dejaría de ser sacerdote si dejara de advertir a sus fieles qué es lo bueno y qué es lo malo.
3. A veces se apoderaba de él una fiebre que le llevaba a vagar de noche, solo, por la tranquila avenida. La paz de los jardines y las luces acogedoras de las ventanas derramaban una sedante caricia en su corazón agitado. El ruido de los niños al jugar le incomodaba y sus locas voces le hacían sentir aún más claramente lo que había sentido en Clongowes, que él era diferente de los otros. Él no quería jugar. Lo que él necesitaba era encontrar en el mundo real la imagen irreal que su alma contemplaba constantemente. No sabía dónde encontrarla ni cómo, pero una Voz interior le decía que aquella imagen le había de salir al encuentro sin ningún acto positivo por parte suya... Habrían de encontrarse tranquilamente como si ya se conociesen de antemano, como si se hubieran dado cita en una de aquellas puertas de los jardines o en algún otro sitio más secreto. Estarían solos, rodeados por el silencio y la oscuridad. Y en el momento de la suprema ternura se sentiría transfigurado. Se desharía en algo impalpable bajo los ojos de ella y se transfiguraría instantáneamente. La debilidad, la timidez, la inexperiencia caerían de él en aquel momento mágico.
4. Fue con su madre, una vez o dos, a visitar a sus parientes, y aunque pasaban por delante de un jovial despliegue de tiendas iluminadas y adornadas para las Navidades, no le abandonaba nunca su amargado y silencioso humor. Las causas de tal amargura eran muchas, unas próximas y otras remotas. Estaba enfadado consigo mismo, por ser niño y por estar sujeto a aquellos arrebatos de intranquila locura que le daban, y disgustado también por el cambio de fortuna que estaba modificando el mundo que le rodeaba, convirtiéndolo en una pesadilla de mentiras y suciedades. Mas su disgusto en nada alteraba la visión. Y archivaba con paciencia cuanto veía, manteniéndose aparte de todo ello, gustando en secreto su aroma corrompido.
5. Stephen se hallaba en una fiesta de niños en Harold Cross. Aquella actitud suya de observador silencioso se había apoderado de él en aquella ocasión, así que apenas si participaba de los juegos. Los niños iban de un lado a otro llevando los residuos de los triquitraques de Navidad, bailando y retozando ruidosamente. Y aunque él trataba de participar del regocijo de los otros chicos, se sentía como una figura sombría entre los bicornios de ellos y los sombreretes de tela de ellas.
Cuando hubo cantado su canción, se retiró a un rincón apartado de la estancia, y comenzó a gustar el encanto de su aislamiento. El júbilo, que al principio le había parecido falso y trivial, era ahora para él como una brisa reconfortante que se filtraba alegremente por sus sentidos y que ocultaba a los ojos ajenos la agitación febril de su sangre, cada vez que, a través del círculo de los bailarines y entre la música y la algazara, volaba hasta su rincón la mirada de ella, como una provocación, como una promesa que viniera a explorar su corazón y a excitarlo.
6. Los dos parecían escuchar, él en el peldaño de arriba del estribo, ella en el de abajo. Mientras hablaban, ella subió varias veces hasta donde estaba él y volvió a bajar otra vez a su peldaño, pero en una ocasión o dos permaneció por unos momentos pegada a él, olvidada de bajar, hasta que volvió a descender por fin. El corazón de Stephen seguía el ritmo de los movimientos de ella como un corcho el ascenso y descenso de la onda. Y comprendía lo que los ojos de ella le decían desde las profundidades del capuchón y comprendía que en un pasado oscuro, no sabía si en la vida o en el sueño, había oído ya antes su mudo idioma. Y le vio lucir para él sus galas: el bonito vestido, el ceñidor, las largas medias negras, y comprendió que él se había ya rendido mil veces a aquellos encantos. Y, sin embargo, una voz interna más alta que el ruido de su corazón agitado le preguntaba si aceptaría aquella ofrenda, para la que sólo tenía que alargar la mano.
7. Cuando hubo escrito el título y trazado una raya ornamental por bajo de él, se sumergió en una especie de ensueño y comenzó a garapatear sobre la cubierta del cuaderno (…)
Ahora le parecía que iba a fracasar también, pero a fuerza de meditar en el incidente del día anterior llegó a cobrar confianza. Durante este proceso fueron desapareciendo de la escena todos los elementos que estimó vulgares o insignificantes. Ya no quedaban trazas ni del tranvía, ni del conductor y el cobrador, ni de los caballos; ni aun él ni ella aparecían claramente. Los versos sólo hablaban de la noche y de la brisa balsámica y del fulgor virginal de la luna. Una vaga melancolía estaba oculta en los corazones de los protagonistas, mientras permanecían en pie bajo los árboles sin hojas. Y cuando llegaba el momento de la despedida, el beso que la una había negado era dado por los dos. Y tras esto escribió al pie las letras L. D. S. y, habiendo escondido el libro, fue a la alcoba de su madre y allí se estuvo mirando un largo rato en el espejo del tocador.
8. Y ahora, mientras recitaba el Confiteor entre las risas indulgentes de los otros dos y mientras las escenas de este ultrajante episodio pasaban incisivas y rápidas por su imaginación, se preguntaba por qué no guardaba mala voluntad a aquellos que le habían atormentado. No había olvidado en lo más mínimo su cobardía y su crueldad, pero la evocación del cuadro no le excitaba al enojo. A causa de esto, todas las descripciones de amores y de odios violentos que había encontrado en los libros le habían parecido fantásticas. Y aun aquella noche, al regresar vacilante hacia casa a lo largo del camino de Jone, había sentido que había una fuerza oculta que le iba quitando la capa de odio acumulado en un momento con la misma facilidad con la que se desprende la suave piel de un fruto maduro.
Su mismo cerebro era débil e impotente. Apenas si podía interpretar los letreros de las tiendas. Porque aquella monstruosa vida suya le había arrojado más allá de los límites de lo real. No había cosa del mundo real que le dijera nada, que le conmoviera, a no ser que despertara un eco de aquellos alaridos furiosos que él sentía brotar de su interior. No podía responder a las llamadas de la tierra ni de los hombres, sordo e insensible a la voz del verano y al gozo de la camaradería, ahíto y descorazonado de oír el sonido de las palabras de su padre. Apenas si podía reconocer como propios sus pensamientos (…)
No se había muerto, sino que se había desvanecido como una placa impresionada a la luz del sol. Se había perdido o había emigrado de la existencia, porque ya no existía. ¡Qué extraño era el pensar que él había dejado de existir de este modo, no a través de la muerte, sino desvanecido al sol, o perdido y olvidado, Dios sabe dónde, en medio del universo! Y extraño también, ver que su cuerpecillo reaparecía ahora por un momento: un niñín vestido con un traje gris de cinturón. Con las manos en los bolsillos y los pantalones sujetos por elásticos a las rodillas.
9. Stephen observaba cómo los vasos se levantaban del mostrador cada vez que su padre y sus compinches bebían a la memoria de su pasado. Un abismo abierto por el sino o por el temperamento le separaba de ellos. Su alma parecía más vieja que la de ellos, y brillaba fríamente sobre sus porfías, sus alegrías y sus pesares, como una luna sobre una tierra más joven. Ni la vida de la juventud se había agitado en él como en ellos. No había conocido ni el placer de la camaradería, ni la ruda salud viril, ni la piedad filial. Nada se agitaba en su alma fuera de una sensualidad fría, cruel y sin amor. Su niñez estaba muerta o perdida, y con ella, el alma propicia a las alegrías elementales. Y estaba derivando por la vida como la cáscara estéril de la luna.
¿Viene tu palidez de aquel hastío
de trepar por los cielos contemplando
la tierra, ¡oh!, tú la errante y solitaria…?
Se repitió en voz baja los versos del fragmento de Shelley Aquella asociación simultánea que en ellos había de triste esterilidad humana y actividad de vastos ciclos extrahumanos refrigeró el espíritu de Stephen. Y se olvidó de su propio dolor, estéril y humano.
10. ¡Cuan necio había sido su intento! Había tratado de construir un dique de orden y elegancia contra la sórdida marea de la vida que le rodeaba y de contener el poderoso empuje de su marejada interior por medio de reglas de conducta y activos intereses y nuevas relaciones filiales. Todo inútil. Las aguas habían saltado por encima de sus barreras lo mismo por fuera que por dentro. Y las aguas continuaban su empuje furioso por encima del malecón derruido.
Y vio también claramente su inútil aislamiento. No se había acercado ni un solo paso a aquellas vidas a las cuales había tratado de aproximarse, ni había logrado echar un puente sobre el abismo de vergüenza y de rencor que le separaba de su madre y de sus hermanos. Apenas si sentía la comunidad de sangre con ellos, apenas si se imaginaba ligado a ellos más que por una especie de misterioso parentesco adoptivo: hijo adoptivo y hermano adoptivo.
Se dedicó a aplacar los monstruosos deseos de su corazón ante los cuales todas las demás cosas le resultaban vacías y extrañas. Se le importaba poco de estar en pecado mortal y de que su vida se hubiera convertido en un tejido de subterfugios y falsedades. Nada había sagrado para el salvaje deseo de realizar las enormidades que le preocupaban.
11. Sentía un vago presentimiento de aquella cita que había estado buscando, y a pesar de la horrible realidad interpuesta entre su esperanza de entonces y lo presente, preveía aquel sagrado encuentro que en otro tiempo había imaginado y en el cual habían de desprenderse de él la debilidad, la timidez y la inexperiencia.
Tales momentos pasaban pronto, y las devoradoras llamas de la lujuria brotaban de nuevo. Los versos se borraban de sus labios y los gritos inarticulados y las palabras bestiales, nunca pronunciadas, brotaban ahora de su cerebro tratando de buscar salida. Su sangre estaba alborotada. Erraba arriba y abajo por calles obscuras y fangosas, escudriñando en la sombra de las callejuelas y de las puertas, escuchando ávidamente cualquier sonido. Gemía como una bestia fracasada en su rapiña. Necesitaba pecar con otro ser de su misma naturaleza, forzar a otro ser a pecar con él, regocijarse con una mujer en el pecado. Sentía una presencia obscura que venía hacia él de entre las sombras, una presencia sutil y susurrante como una riada que le fuera anegando completamente. Era un murmullo que le cercaba los oídos: tal el murmullo de una multitud dormida. Ondas sutiles penetraban todo su ser. Las manos se le crispaban convulsivamente y apretaba los dientes como si sufriera la agonía de aquella penetración. En la calle extendía los brazos para alcanzar la forma huidiza y frágil que se le escapaba incitándole… Hasta que, por fin, el grito que había ahogado tanto tiempo en su garganta brotó ahora de sus labios. Brotó de él como un gemido de desesperación de un infierno de condenados y se desvaneció en un furioso gemido de súplica, como un lamento por un inicuo abandono, un lamento que era sólo el eco de una inscripción obscena que había leído en la rezumante pared de un urinario.
Trató de hacer articular a su lengua algunas palabras para parecer sereno, mientras veía cómo ella se iba despojando del traje, y observaba los movimientos sabios y orgullosos de aquella cabeza perfumada.
Y ella avanzó hasta él, que permanecía en medio de la habitación, y le abrazó alegre y reposadamente. Sus brazos redondos le ceñían contra ella; su cara se levantaba mirándole con una tranquila seriedad que él sentía tibiamente en el movimiento alterno y reposado de los pechos. Sentía la necesidad de romper en sollozos. Lágrimas de alegría y de consuelo brillaban en sus ojos extasiados y sus labios se entreabrían para hablar; pero la voz no salía de su garganta.
Y ella le pasó por el cabello su mano tintineante llamándole mala personita.
—Dame un beso —le dijo.
Pero los labios de él no sentían deseo de besarla. Lo que quería era verse ceñido firmemente entre los brazos de ella. Ser acariciado lentamente, lentamente, lentamente. Que entre aquellos brazos sentía haberse vuelto fuerte, impávido, seguro de sí mismo. Pero sus labios no se habían de inclinar para besarla.
De pronto, ella volvió la cabeza y le oprimió los labios con los suyos. Y él leyó lo que querían decir aquellos movimientos en los ojos francos que, levantados, le miraban. Era demasiado, cerró los ojos y se entregó a ella, en cuerpo y alma, sin conciencia de cosa de este mundo, salvo del sombrío roce, de la dulce hendidura de aquellos labios. Los sentía en la carne y en el cerebro como conductores de un vago idioma. Y entre ellos sintió una desconocida y tímida presión, más sombría que el desfallecimiento del pecado, más dulce que el sonido o el olor.
Una fría y lúcida indiferencia reinaba en su alma. Tras su primero y violento pecado sintió que una onda de vitalidad había fluido de él y temió no quedaran su alma o su cuerpo mutilados por el exceso. Mas, no; la onda vital se lo había llevado en su seno para devolverle otra vez en el reflujo. Y ni su alma ni su cuerpo habían sido mutilados, y una paz sombría se había establecido entre ellos. El caos en el cual su ardor se extinguía era el frío e indiferente conocimiento de sí mismo. Había pecado mortalmente no sólo una vez, sino muchas; y sabía que aunque por el primer pecado estaba ya en peligro de eterna condenación, cada nuevo pecado multiplicaba su culpa y su castigo. Sus días, sus palabras, sus pensamientos no le podían ser propiciatorios porque las fuentes de la gracia santificante habían dejado de refrescar su alma. A lo más, al dar una limosna a un mendigo de cuyas bendiciones huía, podía esperar lleno de tedio el obtener alguna partícula de gracia actual. La devoción se le había marchado por la borda. ¿De qué le servía rezar si sabía que su alma estaba anhelando la propia destrucción? Algo que era orgullo o temor le impedía el ofrecer a Dios ni siquiera una plegaria por la noche, aunque sabía que estaba en la mano de Dios el arrebatarle la vida durante el sueño y precipitarle en el infierno, sin darle tiempo ni aun de pedir clemencia. El orgullo de su culpa, y su frío temor de Dios, le decían que su ofensa era demasiado grave para que pudiera ser reparada, ni total ni parcialmente, por un falso homenaje dirigido al que todo lo ve y todo lo sabe.
De la mala semilla del placer habían brotado todos los otros pecados mortales: orgullo de sí mismo y desprecio de los demás, codicia de dinero para procurarse placeres vedados, envidia de aquellos cuyos vicios no podía alcanzar, goce glotón de la comida, aquella cólera sombría y calenturienta entre la cual fermentaba el deseo, el pantano de pereza espiritual y corporal en el que todo su ser se había hundido.
12. Sus ojos estaban empañados de lágrimas y, mirando humildemente al cielo, lloró por su inocencia perdida. (...)
Estaba en pecado mortal. Aun una sola vez, ya era pecado mortal. Podía ocurrir en un instante. ¿Cómo podía ocurrir tan de prisa? O viendo o imaginando ver. Primero, los ojos veían la cosa sin haber deseado verla. Después, todo ocurría en un instante. Pero ¿es que esa parte del cuerpo comprende, o qué? La serpiente, el animal más astuto del campo. Claro que debe de comprender, cuando desea así, en un momento, y luego puede prolongar pecaminosamente su propio deseo, instante tras instante. Siente y comprende y desea. ¡Qué cosa tan horrible! ¿Quién formó así esa parte del cuerpo, capaz de comprender y de desear bestialmente? Y según eso, aquello ¿era una parte de él o era una cosa inhumana, movida por un alma bajuna? Sentía un malestar en el alma al imaginarse una torpe vida de reptil que dentro de él se estaba alimentando de su delicada substancia vital, engordando entre el cieno del placer. Oh, ¿por qué ocurría esto así? ¿Por qué?
13. ¡Qué fácil era el ser bueno! El yugo de Dios era ligero y suave. Mejor era no haber pecado nunca, haber permanecido siempre como un niño, porque Dios amaba a los pequeñuelos y dejaba que se acercasen a él. Pero Dios era misericordioso para los pobres pecadores que se arrepentían de corazón. ¡Cuan cierto era aquello! ¡Eso sí que se podía llamar bondad!
El cierre se corrió de pronto. El era el siguiente. Se levantó lleno de terror y caminó a ciegas hasta el confesionario.
Había llegado por fin. Se arrodilló en la silenciosa obscuridad y levantó los ojos hacia el blanco crucifijo que estaba colgado encima de él. Dios podría ver que le pesaba. Diría todos sus pecados. Su confesión sería larga, larga. Todo el mundo en la capilla comprendería cuan pecador había sido. ¡Que lo supieran! Era verdad. Pero Dios había prometido perdonarle, con tal de que le pesase de corazón. Y le pesaba. Juntó las manos y las levantó hacia la blanca forma, rogando con sus ojos entenebrecidos, rogando con todo el trémulo cuerpo, moviendo la cabeza de un lado a otro como una criatura abandonada, rogando con los gimientes labios.
—¡Me pesa! ¡Me pesa! ¡Me pesa!
El cierre se descorrió con un golpe brusco y el corazón le dio un salto en el pecho. Por la rejilla se veía la cara de un anciano sacerdote, apartada del penitente, apoyada sobre una mano. Stephen hizo la señal de la cruz y rogó al sacerdote que le bendijera porque había pecado. Luego, inclinando la cabeza, recitó despavorido el Confiteor. Al llegar a las palabras de mi gravísima culpa, cesó, sin aliento.
—¿Cuánto tiempo hace desde su última confesión, hijo mío?
—Mucho tiempo, padre.
—¿Un mes, hijo mío?
—Más, padre.
—¿Tres meses, hijo mío?
—Más aún, padre.
—¿Seis meses?
—Ocho meses, padre.
Había comenzado. El sacerdote preguntó:
—¿Y de qué se acuerda usted desde entonces?
Comenzó a confesar sus pecados: misas perdidas, oraciones no dichas, mentiras.
—¿Alguna cosa más, hijo mío?
Pecados de cólera, envidia de lo ajeno, glotonería, vanidad, desobediencia.
—¿Alguna cosa más, hijo mío?
No había otro remedio. Murmuró:
—He… cometido pecados de impureza, padre.
El sacerdote no volvió la cabeza.
—¿Consigo mismo, hijo mío?
—Y… con otros.
—¿Con mujeres, hijo mío?
—Sí, padre.
—¿Eran mujeres casadas, hijo mío?
No lo sabía. Sus pecados le iban goteando de los labios y del alma, rezumando, supurando como una corriente de vicio sucia y emponzoñada. Los últimos pecados salieron por fin, lentos y asquerosos. Ya no había más que decir. Inclinó la cabeza, rendido.
El sacerdote callaba. Después, preguntó:
—¿Qué edad tiene usted, hijo mío?
—Diez y seis años, padre.
El sacerdote se pasó la mano varias veces por la cara. Después descansó la frente sobre una mano, se recostó contra la rejilla y, los ojos todavía desviados, habló lentamente. Tenía la voz cansada y vieja.
—Es usted muy joven, hijo mío, y me va usted a permitir que le ruegue que abandone ese pecado. Es un pecado terrible. Mata el cuerpo y mata el alma. Es la causa de muchos crímenes y desgracias. Abandónelo usted, hijo mío, por el amor de Dios. Es deshonroso e indigno de hombres. Usted no sabe hasta dónde ese maldito hábito le puede llevar a usted o hasta dónde puede llegar él en contra suya. Mientras cometa usted ese pecado, su alma carecerá absolutamente de valor a los ojos de Dios. Pídale a nuestra madre María que le ayude. Ella le ayudará, hijo mío. Ruégueselo a Nuestra Señora cada vez que este pecado le venga a la imaginación. Estoy seguro de que lo hará así, ¿no es cierto? Usted se arrepiente de todos estos pecados. Estoy seguro. Y le va usted a prometer a Dios que, con ayuda de su santa gracia, no le va a volver a ofender con ese pecado asqueroso. Hágale esta promesa a Dios. ¿La hará usted? —Sí, padre.
La voz, vieja y cansada, caía como una suave lluvia sobre su corazón trémulo y reseco. ¡Cuan suave! ¡Cuan triste!
—Hágalo así, pobre hijo mío. El demonio le tiene extraviado. Rechácele hacia el infierno siempre que le traiga la tentación de deshonrar su cuerpo de esta manera; rechace al espíritu infernal que aborrece a Nuestro Señor. Prométale a Dios que abandonará ese pecado vil, ese pecado asqueroso. 
Cegado por las lágrimas y por la luz de la misericordia divina, Stephen inclinó la cabeza y oyó las graves palabras de la absolución y vio cómo la mano del sacerdote se levantaba sobre él en prenda de perdón.
—Dios le bendiga, hijo mío. Ruegue a Dios por mí. Se arrodilló para rezar la penitencia en un rincón de la obscura nave; y sus oraciones ascendían al cielo desde el corazón purificado como una oleada de aroma que fluyera aire arriba desde el corazón de una rosa blanca.
¡Qué alegres, las calles enfangadas! Marchaba hacia casa a grandes pasos, consciente de una gracia que se difundía por sus miembros y los aligeraba. A pesar de todo, lo había hecho. Se había confesado y Dios le había perdonado. Su alma era pura y santa una vez más, santa y feliz.
¡Qué hermoso morir ahora, si fuera voluntad de Dios! Y qué hermoso vivir en gracia una vida de paz y de virtud y de indulgencia para con los demás.
14. Su destino era eludir todo orden, lo mismo el social que el religioso. La sabiduría del llamamiento del sacerdote no le había tocado en lo vivo. Estaba destinado a aprender su propia sabiduría aparte de los otros o a aprender la sabiduría de los otros por sí mismo, errando entre las asechanzas del mundo.
Las asechanzas del mundo eran los caminos mundanales del pecado. Caería. No había caído aún pero caería silenciosamente, en un momento. El no caer era demasiado duro, demasiado duro; y sintió la silenciosa caída de su alma tal como había de llegar a su hora. Caía, caía. No estaba caída aún, pero sí a punto de caer.
15. —Un día avellonado por las nubes del mar.
La frase, el día y la escena se armonizaban en un acorde único. Palabras. ¿Era a causa de los colores que sugerían? Los fue dejando brillar y desvanecerse, matiz a matiz: oro del naciente, verdes arreboles de pomares y avellanales, azul de ondas saladas, oda gris de vellones celestes. No. No era a causa de los colores: era por el equilibrio y contrabalanceo del período mismo. ¿Era que amaba el rítmico alzarse y caer de las palabras más que sus asociaciones de significado y de color? ¿O era que, siendo tan débil su vista como tímida su imaginación, sacaba menos placer del refractarse del brillante mundo sensible a través de un lenguaje policromado y rico en sugerencias, que de la contemplación de un mundo interno de emociones individuales perfectamente reflejado en el espejo de un período de prosa lúcida y alada?
16. Se estarían así cantando las horas muertas, tonada tras tonada, hasta que la pálida luz desapareciera del horizonte, hasta que avanzaran las primeras nubes nocturnas y la noche cayese.
Esperó algunos momentos, escuchando, hasta que por fin se unió a ellos también. Le daba pena sentir el fondo de cansancio que se escondía tras la frágil frescura de sus inocentes voces. Aún no se habían puesto en camino para la jornada de la vida y ya estaban cansados del viaje.
Oía el coro de voces que en la cocina sonaba, repetido y multiplicado por el coro innumerable de infinitas generaciones de niños; y en todas estas voces sonaba una nota de cansancio eterno, de eterno dolor.
17. Su pensamiento era como un crepúsculo de duda y de desconfianza propia, alumbrado acá y allá por los relámpagos de la intuición, pero relámpagos de tan diáfana claridad, que en aquellos instantes el mundo se deshacía bajo sus pies, como si hubiera sido consumido por el fuego; después su lengua se anudaba y sus ojos permanecían mudos ante las miradas de los demás, porque se sentía envuelto como en un manto en el espíritu de la belleza y en contacto, aunque sólo fuera en sueños, con todo lo noble. Pero cuando le abandonaban estos breves raptos de silencioso orgullo, se sentía contento de hallarse entre las otras vidas vulgares, de seguir su camino impávido y con alegre corazón a través de la miseria, el bullicio y la indolencia de la ciudad.
18. ––Usted es un artista, ¿no es verdad?, señor Dédalus ––dijo el decano levantando la cara y guiñando los ojos descoloridos––. El fin del artista es la creación de lo bello. Qué sea lo bello, eso es ya otra cuestión.
Ante esta dificultad, el decano se frotó fríamente, lentamente, las manos.
––¿Qué? ¿Me puede usted resolver esta cuestión?
––Aquino ––contestó Stephen–– dice Pulcra sunt quae visa placent.
––Este fuego que tenemos delante ––objetó el decano–– agrada a los ojos. ¿Será según eso bello?
––En tanto que es percibido con la vista, la cual supongo significa aquí intelección estética, será bello. Pero Aquino dice también Bonum est in quo tendit appetitus. El fuego es bueno en cuanto satisface la necesidad animal de calor. En el infierno es, sin embargo, un mal.
––Exactamente ––dijo el decano––. Ha puesto usted el dedo en la llaga.
19. ––Una: dificultad en las discusiones estéticas ––dijo Stephen––, es el saber si las palabras que estamos usando lo están siendo con arreglo a la tradición literaria o según el uso común de la vida.
20. ––La pregunta que me hacía usted hace un momento me parece interesante. ¿Qué es esa belleza que el artista se esfuerza por expresar, sacándola de la materia de arcilla? ––dijo fríamente Stephen.
La palabreja en la que diferían parecía habérsele convertido en la punta aguda de un florete de sensibilidad, esgrimido contra aquel su cortés y vigilante adversario. Y sintió como una punzada de desánimo al descubrir que aquel hombre con el que estaba hablando, era un compatriota de Ben Jonson. Pensaba:
––El lenguaje en que estamos hablando ha sido suyo antes que mío. ¡Qué diferentes resultan las palabras hogar, Cristo, cerveza, maestro, en mis labios y en los suyos! Yo no puedo pronunciar o escribir esas palabras sin sentir una sensación de desasosiego. Su idioma, tan familiar y tan extraño, será siempre para mí un lenguaje adquirido. Yo no he creado esas palabras, ni las he puesto en uso. Mi voz se revuelve para defenderse de ellas. Mi alma se angustia entre las tinieblas del idioma de este hombre.
»Y el distinguir ––añadió el decano–– entre lo bello y lo sublime, y el distinguir entre la belleza material y la belleza moral. Y el investigar qué especie de belleza es la que está más cercana de cada una de las diversas artes. He aquí algunos temas interesantes que habría que tratar.
21. ––Nace el alma ––dijo por fin abstraído––, en esos momentos de los que te he hablado. Su nacimiento es lento y oscuro, más misterioso que el del cuerpo mismo. Cuando el alma de un hombre nace en este país, se encuentra con unas redes arrojadas para retenerla, para impedirle la huida. Me estás hablando de nacionalidad, de lengua, de religión. Éstas son las redes de las que yo he de procurar escaparme.
22. »La emoción trágica, efectivamente, es una cara que mira en dos direcciones: hacia el terror y hacia la piedad, y ambos son fases de ella. Habrás visto que uso la palabra paraliza. Quiero decir que la emoción trágica es estática. O más bien que la emoción dramática lo es. Los sentimientos excitados por un arte impuro son cinéticos, deseo y repulsión. El deseo nos incita a la posesión, a movernos hacia algo; la repulsión nos incita al abandono, a apartarnos de algo. Las artes que sugieren estos sentimientos, pornográficas o didácticas, no son, por tanto, artes puras. La emoción estética (ahora uso el término general) es por consiguiente estática. El espíritu queda paralizado por encima de todo deseo, de toda repulsión.
––¿Dices que el arte no excita el deseo? ––dijo Lynch. ¿Cómo me explicas entonces aquello que te conté de haber yo escrito un día a lápiz mi nombre sobre la espalda de la Venus de Praxíteles del Museo? ¿Acaso eso no era deseo?
––Hablo de las naturalezas normales ––contestó Stephen––. También me has dicho otra vez que cuando chico, en aquel pintoresco colegio de carmelitas donde estabas, acostumbrabas comer las boñigas secas de las vacas.
Lynch prorrumpió otra vez en un bramido de risa y se restregó de nuevo ambas ingles con las manos sin sacar éstas de los bolsillos.
––¡Que si me las comía! ¡Y tanto!
––En cuanto a eso ––dijo Stephen abriendo un paréntesis cortés––, hay que reconocer que todos somos animales. Yo también soy un animal.
––Y tanto que lo eres ––dijo Lynch.
––Pero ahora estamos precisamente en el mundo espiritual ––prosiguió Stephen––. El deseo y la repulsión excitados por medios no puramente estéticos no son emociones estéticas, no sólo por su carácter cinético, sino también por su naturaleza simplemente física. Nuestra carne retrocede ante lo que le espanta y responde al estímulo de lo que desea por una simple acción refleja del sistema nervioso. Nuestros párpados se cierran antes de que tengamos conciencia de que una mosca está a punto de entrarnos en el ojo.
––No siempre ––dijo Lynch a modo de objeción.
––Del mismo modo ––continuó Stephen–– respondió tu carne al estímulo de una estatua desnuda, pero no fue más que por una simple acción refleja de los nervios. La belleza que el artista expresa no puede despertar en nosotros una emoción cinética o una sensación puramente física. Despierta, o debería despertar, induce, o debería inducir, una stasis estética, una piedad ideal o un ideal terror, una stasis provocada, prolongada y al fin disuelta por aquello que yo llamo el ritmo de la belleza.
––¿Qué quiere decir eso exactamente? ––preguntó Lynch.
––Ritmo ––dijo Stephen––, es la primera y formal relación estética entre parte y parte de un conjunto estético, o entre el conjunto estético y sus partes o una de sus partes, o entre una parte del conjunto estético y el conjunto mismo.
––Si eso es ritmo ––dijo Lynch––, sepamos qué es lo que llamas belleza; y hazme el favor de recordar que, aunque en otro tiempo haya comido pastel de boñiga, lo que yo admiro es únicamente la belleza.
Stephen levantó la gorra como para saludar. Después, sonrojándose ligeramente, apoyó una mano sobre el áspero paño de la manga de Lynch.
––Nosotros estamos en lo cierto, los otros no ––dijo––. El hablar de estas cosas y el tratar de comprender su naturaleza y, una vez comprendida, el tratar lentamente, humildemente, constantemente de expresar, de exprimir de nuevo, de la tierra grosera o de lo que la tierra produce, de la forma, del sonido y del color (que son las puertas de la cárcel del alma) una imagen de la belleza que hemos llegado a comprender: eso es el arte.
Habían llegado al puente del canal. Dejaron el camino que habían llevado, y siguieron adelante por la arboleda. Una luz cruda y gris espejeaba sobre el agua perezosa y, por encima de sus cabezas, el olor de las ramas húmedas parecía oponerse al curso de los pensamientos de Stephen.
––Pero has dejado sin contestar mi pregunta ––dijo Lynch––. ¿Qué es el arte? ¿Y cuál es la belleza que el arte expresa?
––Ésa fue la primera definición que te di, cabeza de chorlito ––dijo Stephen––, cuando comenzaba yo a deshilvanar para mí mismo la cuestión. ¿Te acuerdas de aquella noche? Cranly perdió la ecuanimidad y se puso a hablar del jamón del Wicklow.
––Me acuerdo ––dijo Lynch––. Nos estuvo hablando de los cochinos cerdos de todos los diablos.
––Arte ––dijo Stephen–– es la adaptación por el hombre de la materia sensible o inteligible para un fin estético. Pero tú te acuerdas de los cochinos y olvidas esto. Tú y Cranly sois un par como para hacerle perder la paciencia a uno.
Lynch dirigió una mueca hacia el cielo desapacible y gris. ––Si he de oír tus filosofías estéticas, dame otro pitillo. Me tienen sin cuidado. Me tienen sin cuidado hasta las mujeres. Al diablo contigo y con todas las cosas. Lo que yo necesito es un puesto de quinientas al año. Y tú me lo puedes dar.
Stephen le alargó la cajetilla. Lynch cogió el último pitillo que quedaba diciendo sencillamente.
––Adelante.
––Aquino ––continuó Stephen–– dice que lo bello es aquello cuya aprehensión agrada.
Lynch afirmó con la cabeza.
––Lo recuerdo ––dijo––. Pulchra sunt quae visa placent.
––Usa la palabra visa ––dijo Stephen–– para cubrir todas las aprehensiones estéticas de cualquier naturaleza, ya provengan de la vista o del oído, o de cualquier otra vía aprehensiva. Esa palabra, aunque vaga, es suficientemente clara para dejar a un lado lo bueno y lo malo que excita el deseo o la repulsión. Quiere decir una stasis, no una kinesis. ¿Qué diremos de la verdad? También produce una stasis de la mente. Tú no habrías escrito con lápiz tu nombre sobre la hipotenusa de un triángulo rectángulo.
––No ––dijo Lynch––, lo que quiero es la hipotenusa de la Venus de Praxíteles.
––Luego lo que produce la verdad es una stasis ––dedujo Stephen––. Me parece que Platón dijo que la belleza es el resplandor de la verdad. No creo que eso quiera decir sino simplemente que la verdad y la belleza son afines. La verdad es contemplada por la inteligencia aquietada por las relaciones más satisfactorias de lo sensible. El primer paso en dirección a la verdad es el llegar a comprender la contextura y la esfera de acción de la inteligencia misma, el comprender el acto intelectivo mismo. Todo el sistema de la filosofía de Aristóteles descansa sobre su libro de psicología, y éste, sobre la afirmación de que un mismo atributo no puede al mismo tiempo, y en la misma conexión, pertenecer y no pertenecer al mismo sujeto. El primer paso en dirección a la belleza es el comprender la contextura y la esfera de acción de la imaginación, el comprender el acto mismo de la aprehensión estética. ¿Está claro?
––Bien. ¿Pero qué es la belleza? ––preguntó Lynch impaciente––. Venga otra definición. ¡Algo que vemos y que nos agrada! ¿Es a eso a todo lo que llegáis entre Aquino y tú?
––Tomemos la mujer––dijo Stephen.
––Tomémosla ––repitió fervorosamente Lynch.
––El griego, el turco, el chino, el copto, el hotentote ––dijo Stephen––, todos admiran un tipo diferente de belleza femenina. En este punto parece que nos perdemos en un laberinto sin salida. Hay, sin embargo, dos salidas. Una es la hipótesis de que cualquier cualidad física que los hombres admiran en las mujeres está en conexión directa con las múltiples funciones de la mujer para la propagación de la especie. Tal vez sea así. El mundo, según parece, es aún más lóbrego que lo que tú piensas, Lynch. Por mi parte, a mí me desagrada esta solución. Conduce a la eugénica más bien que a la estética. Te saca fuera del laberinto para ir a dar a un aula nueva y chillona en la cual Mac Cann, en una mano "El origen de las especies", y en la otra "El Nuevo Testamento", te explica que si tú admiras las mórbidas caderas de Venus, es porque sientes que ella puede darte el fruto de una prole rolliza, y que si admiras sus abundantes senos, es porque sientes que serían capaces de proporcionar una leche nutritiva a los hijos que en ella engendres.
––Pues si es así, Mac Cann no es más que un requeteincordiante mentiroso ––exclamó vibrantemente Lynch.
––Queda otra salida ––continuó Stephen sin poder contener la risa.
––¿Y es? ––dijo Lynch.
––La siguiente hipótesis ––repitió Stephen–– es la otra salida: aunque un mismo objeto pueda no parecer hermoso a todo el mundo, todo el que admira un objeto bello encuentra en él ciertas relaciones que le satisfacen y que coinciden con las etapas mismas de la aprehensión estética. Estas relaciones de lo sensible, visibles para ti a través de una determinada forma y para mí a través de otra distinta, serán, por tanto, las cualidades necesarias de la belleza. Y ahora vamos a volver a nuestro antiguo amigo Santo Tomás de Aquino en demanda de otros dos peniques de sabiduría.
Lynch se echó a reír.
––Me resulta enormemente divertido ––dijo–– el oírte citarle una vez y otra vez como si se tratara de un compinche frailuno que te hubieras echado. No sé si tú mismo no te estarás riendo para tu capote.
––Mac Alister ––contestó Stephen–– seguramente pondría a mi teoría estética el remoquete de «tomismo aplicado». Hasta aquí, hasta donde se extiende este aspecto de la filosofía estética, el de Aquino me puede conducir perfectamente encarrilado. Pero al llegar a los fenómenos de la concepción, gestación y reproducción artísticas.

23. ¿Y si la hubiera juzgado con demasiada severidad? ¿Y si fuera su vida un simple rosario de horas, sencilla y extraña como la vida de un pájaro alegre a la mañana, inquieto por el día, cansado a la puesta del sol? ¿Y si fuera su corazón simple y voluntarioso como el de un pájaro?
24. Despertó hacia el amanecer. ¡Oh, qué música tan dulce! Su alma estaba húmeda de rocío. Sobre sus miembros dormidos unas frías ondas de luz se habían deslizado. Estaba echado aún, como si su alma yaciera entre unas aguas frías, consciente sólo de la música dulce y vaga. Su mente se iba despertando lenta, hacia un tembloroso conocimiento matinal, hacia una matinal inspiración. Estaba lleno de espíritu, puro como el agua más pura, dulce como rocío, móvil como música. Pero, ¡cuán tenue era aquel hálito! ¡Cuán desapasionado era! Tal un aliento de serafines que apenas le rozase. Su alma se iba despertando lentamente, temerosa de despertar del todo. Era la hora de amanecida, cuando el viento está dormido, cuando despierta la locura y las flores extrañas se abren a la luz y la mariposilla inicia su vuelo silencioso.
25. ¡El encantamiento del corazón! La noche había sido encantada. El éxtasis de la vida seráfica le había sido revelado en una visión, en un sueño. ¿Había sido sólo un instante de encanto? ¿O largas horas, años, edades?
El instante de inspiración parecía ahora ser reflejado de todas partes a la vez por una multitud de incidencias nebulosas, por todo lo que había existido, por todo lo que podía haber existido. El instante se había abierto como un punto de luz y ahora de nube a nube, entre vagas incidencias, se iba tendiendo una forma que velaba el último rastro luminoso. En las entradas virginales de la inspiración, la palabra se había hecho carne. El arcángel Gabriel había bajado a la celda de la doncella. Y, disipada ya la llama blanca, sólo quedaba en el espíritu su rastro resplandeciente, que se iba de nuevo intensificando, hasta dar una llamarada de luz ardiente y rosa.
Aquella luz rosa y ardiente, era el corazón de ella, su corazón extraño y anhelante, lleno de anhelos desde antes de los principios del mundo, y, tan extraño, que el hombre nunca lo había conocido ni nunca lo podría conocer; y seducidos por aquel resplandor rosado, los coros de los serafines estaban cayendo de los cielos.
¿No estás cansada de ese ardiente afán,
tú, de ángeles caídos seducción?
No me evoques encantos que se van.
"13. Y le presentaban niños para que los tocase; y los discípulos reprendían a los que los presentaban.
14. Viéndolo Jesús, se indignó, y les dijo: Dejad a los niños venir a mi, y no se lo impidáis, porque de los tales es el reino de Dios.
15. De cierto os digo, que el que no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él.
16. Y tomándolos en los brazos, poniendo las manos sobre ellos, los bendecía."
San Marcos 10. (13-16).
26. ––¡Enseñanza! ––exclamó Cranly––. Supongo que te refieres a esos arrapiezos descalzos que van a que les enseñe un molido mico cómo tú. ¡Que el Señor les tenga de su mano!
Mordió lo que le quedaba del higo y arrojó el rabillo lejos de sí.
––Dejo que los niños se acerquen a mí ––dijo Glynn con toda amabilidad.
––Un molido mico ––repitió Cranly con énfasis–– y además de molido, blasfemo.
Temple se puso en pie; apartó a Cranly, y dijo, dirigiéndose a Glynn:
––La frase que acaba usted de pronunciar, es la frase del Evangelio: Dejad que los niños se acerquen a mí.
––¡Vuélvete adormir, Temple! ––dijo O'Keeffe.
––Muy bien ––continuó Temple, dirigiéndose aún a Glynn––; y entonces, si Jesús permitía que los niños se le acercaran, ¿por qué la Iglesia los envía a todos al infierno, si mueren sin estar bautizados? ¿Porqué razón?
––Pero, oye, ¿acaso estás tú bautizado, Temple? ––le preguntó el estudiante que parecía tísico.
––Pues bien, ¿por qué me los mandan al infierno si Jesús ha permitido que se le acercaran todos, sin excepción?
Glynn tosió y dijo suavemente, reprimiendo con dificultad su sonrisilla nerviosa y accionando a cada palabra con el paraguas:
––Si ello es así como usted dice, requiero que se me conteste categóricamente ¿cuál es la causa?
––La causa es ––contestó Temple–– que la Iglesia es cruel, como todos los pecadores viejos.
––No sé si esa declaración está muy dentro de la doctrina católica ––comentó con suavidad Dixon.
––San Agustín dice eso de que los niños sin bautizar se van al infierno, porque él era también un pecador viejo y cruel ––agregó Temple.
––Yo inclino la frente ante ti ––dijo Dixon––, pero tengo así una idea de que el limbo se creó para tales casos.
––No le discutas, Dixon ––exclamó brutalmente Cranly––. No le hables ni le mires. Llévatele a casa con una soga como si fuera una cabra.
––¡El limbo! ––gritó Temple––.Ésa es también otra linda invención. Lo mismo que el infierno.
––Pero sin lo desagradable de él ––contestó Dixon. Se volvió sonriendo hacia los otros y añadió:
––Al hablar así creo ser el portavoz de todos los presentes.
––Tenlo por seguro ––dijo Glynn con tono firme––. En esta cuestión Irlanda está de acuerdo.
Y volvió a golpear con la contera del paraguas sobre el piso de piedra del pórtico.
––¡El infierno! ––prosiguió Temple––. Todavía se puede sentir respeto por esa invención de la esposa grisácea de Satanás. El infierno es algo romano, como las murallas romanas: fuerte y feo. ¿Pero, qué es el limbo?
––Llévatelo a acostar otra vez, Cranly ––exclamó O'Keeffe.
Cranly dio rápidamente un paso hacia Temple, se detuvo y pegó una patada en el suelo, gritándole como a un ave de corral:
––¡Ocsss!
Temple se retiró prestamente.
––¿Sabéis lo que es el limbo? ––exclamó aún––. ¿Sabéis el calificativo que damos a una idea de ese género en Roscommon?
––¡Ocsss, condenado! ––gritó Cranly dando palmadas para ahuyentarle.
––«Ni culo ni codo» ––concluyó despectivamente Temple––. Y eso es vuestro limbo."
––Si hay algo seguro en este apestoso estercolero del mundo, es el amor de una madre. Tu madre te trae al mundo; te lleva primero dentro de su cuerpo mismo. ¿Qué es lo que sabemos acerca de sus sentimientos? Pero, sea lo que sea, lo que ella siente es, por lo menos, algo verdadero. Tiene que serlo.
27. ––No hablo de eso ahora ––dijo con un tono más frío Cranly––. Lo que te pregunto es si has sentido alguna vez amor hacia alguna persona o cosa.
Stephen avanzaba junto a su amigo contemplando sombríamente la acera. Por fin, dijo:
––He tratado de amar a Dios. Y parece que por lo visto he fracasado. Es muy difícil. He tratado de unir, momento a momento, mi voluntad con la voluntad divina. En esto sí que no siempre he fracasado. Podría, tal vez, hacerlo todavía.
28. Stephen, preparando cuidadosamente cada palabra, antes de ser proferida, dijo:
––También parece que Jesús trató a su madre en público con escasa cortesía. Pero Suárez, teólogo jesuita y caballero español le defiende.
––¿No se te ha ocurrido nunca pensar que Jesús no era lo que pretendía ser? ––preguntó Cranly.
––La primera persona a quien se le ocurrió eso fue al mismo Jesús.
––Quiero decir ––dijo con tono más decidido Cranly––, si se te ha ocurrido alguna vez pensar que fuese conscientemente hipócrita, que fuese lo que los judíos de aquel tiempo llamaban un sepulcro blanqueado. O, más claramente aún: que fuese un sinvergüenza.
––Nunca se me ha ocurrido pensar en eso ––contestó Stephen––. Pero lo que quisiera saber es si de lo que tratas es de convertirme a mí o de prevenirte a ti mismo.
Se volvió hacia su amigo, en cuya cara se estaba dibujando una desapacible sonrisa a la cual un esfuerzo de la voluntad trataba de dar un fino matiz expresivo.
Cranly preguntó de pronto en tono juicioso y franco:
––Dime la verdad: ¿Te ha escandalizado lo que acabo de decir?
––Algo ––contestó Stephen.
––¿Y por qué te ha escandalizado? ––insistió Cranly––, si sabes con certeza que nuestra religión es falsa y que Jesús no es el hijo de Dios.
––No lo sé con certeza ni mucho menos ––contestó Stephen––. Más bien parece hijo de Dios que hijo de María.
––¿Y es ésa la causa por la que no quieres comulgar? ––preguntó Cranly––, ¿porque no estás seguro tampoco de eso, porque temes que la hostia pueda ser el cuerpo y la sangre de Dios, en lugar de ser simplemente un pedazo de pan sin levadura? ¿Porque tienes miedo de que pueda ser así?
––Sí ––contestó tranquilamente Stephen––, por eso. Porque siento y temo que pueda ser así.
––Lo comprendo ––dijo Cranly.
Stephen, impresionado por el tono definitivo de estas palabras, volvió a abrir inmediatamente la discusión, diciendo:
––Hay muchas cosas a las que tengo miedo: a los perros, a los caballos, a las armas de fuego, al mar, a las tormentas, a las maquinarias, a los caminos en despoblado por la noche.
––Pero, ¿por qué tienes miedo a un pedazo de pan?
––Se me figura ––dijo Stephen–– que hay una realidad maligna oculta detrás de estas cosas a las cuales temo.
––¿Es que tienes miedo, según eso, a que el Dios de los católicos te deje muerto en el acto y te condene si haces una comunión sacrílega?
––El Dios de los católicos podría hacerlo si quisiera. Pero lo que temo más que eso es la acción química que se desarrollaría en mi alma a consecuencia de rendir un homenaje fingido a un símbolo tras del cual están conglomerados veinte siglos de autoridad y de veneración.
––Mira, Cranly ––dijo––. Me has preguntado qué es lo que haría y qué es lo que no haría. Te voy a decir lo que haré y lo que no haré. No serviré por más tiempo a aquello en lo que no creo, llámese mi hogar, mi patria o mi religión. Y trataré de expresarme de algún modo en vida y arte, tan libremente como me sea posible, tan plenamente como me sea posible, usando para mi defensa las solas armas que me permito usar: silencio, destierro y astucia.
29. ––Me has hecho confesar los miedos que siento. Pero te voy a decir ahora cuáles son las cosas que no me dan miedo. No me da miedo de estar solo, ni de ser pospuesto a otro, ni de abandonar lo que tenga que abandonar, sea lo que sea. No me da miedo el cometer un error, aunque sea un error de importancia, un error de por vida, tan largo tal vez como la misma eternidad.
Cranly, serio de nuevo, retardó el paso y dijo:
––Solo, completamente solo. No te da miedo de eso. Pero, ¿sabes lo que esa palabra quiere decir? No solamente el estar separado de todos los demás, sino más aún, el no tener ni siquiera un amigo.
––Correré el riesgo ––afirmó Stephen.
––Y no tener ni aun aquel ser querido ––dijo Cranly–– que es para el hombre más que un amigo, más que el amigo más noble y fiel que en el mundo pueda existir.
Al hablar, parecía como si sus palabras estuviesen hiriendo alguna profunda cuerda de su propia alma. ¿Había hablado de sí mismo, de sí mismo tal como era o tal como deseaba ser? Stephen observó por algunos instantes el rostro de su amigo. Había una fría tristeza en aquel rostro. Había hablado de sí mismo; era el temor de su propia soledad.
––¿De quién estás hablando? ––preguntó por fin Stephen. Cranly no contestó.
30. ––Bien ––dijo Stephen––. ¿Te acuerdas de lo demás?
––¿De lo que me dijiste? ––preguntó Cranly––. Sí, me acuerdo. Descubrir una manera de vida o de arte, en la cual tu alma pudiera expresarse a sí misma con ilimitada libertad.
Stephen se quitó el sombrero en señal de asentimiento.
––¡Libertad! ––repitió Cranly––. Y sin embargo, no eres bastante libre para cometer un sacrilegio. Dime: ¿serías capaz de robar?

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