domingo, 28 de junio de 2015

25. La Peste - Albert Camus.

1. ¿Ha visto usted fusilar a un hombre alguna vez? No, seguramente, eso se hace en general por invitación y el público tiene que ser antes elegido. El caso es que usted no ha pasado de las estampas de los libros. Una venta en los ojos, un poste y a lo lejos unos cuantos soldados. Pues bien, ¡no es eso! ¿Sabe usted que el pelotón se sitúa a metro y medio del condenado? ¿Sabe usted que si diera un paso hacia adelante se daría con los fusiles en el pecho? ¿Sabe usted que a esta distancia los fusileros concentran su tiro en la región del corazón y que entre todos, con sus balas hacen un agujero donde se podría meter el puño? No, usted no lo sabe porque son detalles de los que no se habla. El sueño de los hombres es más sagrado que la vida para los apestados. No se debe impedir que duerman las buenas gentes. Sería de mal gusto: el buen gusto consiste en no insistir, todo el mundo lo sabe. Pero yo no he vuelto a dormir bien desde entonces. El mal gusto se me ha quedado en la boca y no he dejado de insistir, es decir, de pensar en ello.
2. Sé únicamente que hay en este mundo plagas y víctimas y que hay que negarse tanto como le sea a uno posible a estar con las plagas. Esto puede que le parezca un poco simple y yo no sé si es simple verdaderamente, pero sé que es cierto. He oído tantos razonamientos que han estado a punto de hacerme perder la cabeza y que se la han hecho perder a tantos otros, para obligarle a uno a consentir en el asesinato, que he llegado a comprender que todas las desgracias de los hombres provienen de no hablar claro. Entonces he tomado el partido de hablar y obrar claramente, para ponerme en buen camino. Así que afirmo que hay plagas y víctimas, y nada más. Si diciendo esto me convierto yo también en plaga, por lo menos será contra mi voluntad. Trato de ser un asesino inocente. Ya ve usted que no es una gran ambición.
3. -Pero lo peor -escribía Tarrou- es que están olvidados y lo saben. Los que los conocen los han olvidado porque están pensando en otra cosa y esto es comprensible. Los que los quieren los han olvidado también porque tienen que ocuparse de gestiones y proyectos para hacerlos salir. Esto también es normal. Y en fin de cuentas, uno ve que nadie es capaz de pensar realmente en nadie, ni siquiera durante la mayor de las desgracias. Pues pensar realmente en alguien es pensar minuto tras minuto, sin distraerse con nada, ni con los cuidados de la casa, ni con la mosca que vuela, ni con las comidas, ni con las picazones. Pero siempre hay moscas y picazones. Por esto la vida es tan difícil de vivir, y ellos lo saben bien.
4. Cuando yo era joven vivía con la idea de mi inocencia, es decir, sin ninguna idea. No soy del género de los atormentados, yo empecé bien. Todo me salía como es debido, estaba a mi gusto en el terreno de la inteligencia y mucho más en el de las mujeres. Si tenía alguna inquietud se iba como había venido. Un día empecé a reflexionar.
5. No había sitio en el corazón de nadie más que para una vieja y tibia esperanza, esa esperanza que impide a los hombres abandonarse a la muerte y que no es más que obstinación de vivir.
6. Rieux sabía lo que estaba pensando en aquel momento el pobre viejo que lloraba, y también como él pensaba que este mundo sin amor es un mundo muerto, y que al fin llega un momento en que se cansa uno de la prisión, del trabajo y del valor, y no exige más que el rostro de un ser y el hechizo de la ternura en el corazón.
7. Y habiéndose quejado durante las primeras semanas de que su amor tenía que entenderse únicamente con sombras, se dieron cuenta, poco a poco, de que esas mismas sombras podían llegar a descarnarse más, perdiendo hasta los ínfimos colores que les daba el recuerdo. Al final de aquel largo tiempo de separación, ya no podían imaginar la intimidad que había habido entre ellos ni el hecho de que hubiese podido vivir a su lado un ser sobre quien podían en todo momento poner la mano.
8. Lo dejaban todo al azar y el azar no tiene miramientos con nadie.
9. -Nada en el mundo merece que se aparte uno de los que ama. Y sin embargo, yo también me aparto sin saber por qué.
Rieux se dejó caer sobre el respaldo.
-Es un hecho, eso es todo -dijo con cansancio-. Registrémoslo y saquemos las consecuencias.
-¿Qué consecuencias? -preguntó Rambert.
-¡Ah! -dijo Rieux-, no puede uno al mismo tiempo curar y saber. Así que curemos lo más a prisa posible, es lo que urge.
10. -Lo comprendo -murmuró Paneloux-, esto subleva porque sobrepasa nuestra medida. Pero es posible que debamos amar lo que no podemos comprender.
Rieux se enderezó de pronto. Miró a Paneloux con toda la fuerza y la pasión de que era capaz y movió la cabeza.
-No, padre -dijo-. Yo tengo otra idea del amor y estoy dispuesto a negarme hasta la muerte a amar esta creación donde los niños son torturados.

11. -Sobre el valor. Bien sé que el hombre es capaz de acciones grandes, pero si no es capaz de un gran sentimiento no me interesa.
-Parece ser que es capaz de todo.
-No, es incapaz de sufrir o de ser feliz largo tiempo. Por lo tanto no es capaz de nada que valga la pena.
Rambert miró a los dos.
-Dígame, Tarrou, ¿usted es capaz de morir por un amor?
-No sé, pero me parece que no, por el momento.
-Ya lo ve. Y es usted capaz de morir por una idea, esto está claro. Bueno: estoy harto de la gente que muere por una idea. Yo no creo en el heroísmo: sé que eso es muy fácil, y he llegado a convencerme de que en el fondo es criminal. Lo que me interesa es que uno viva y muera por lo que ama.
Rieux había escuchado a Rambert con atención. Sin dejar de mirarle, le dijo con dulzura:
-El hombre no es una idea, Rambert.
Rambert saltó de la cama con la cara ardiendo de pasión.
-Es una idea y una idea pequeña, a partir del momento en que se desvía del amor, y justamente ya nadie es capaz de amar. Resignémonos, doctor.
12. -¡Ah! -dijo Rambert, con furia-, yo no sé cuál es mi oficio. Es posible que esté equivocado eligiendo el amor.
Rieux le salió al paso:
-No, no está usted equivocado.
13. Pero el cronista está más bien tentado de creer que dando demasiada importancia a las bellas acciones, se tributa un homenaje indirecto y poderoso al mal. Pues se da a entender de ese modo que las bellas acciones sólo tienen tanto valor porque son escasas y que la maldad y la indiferencia son motores mucho más frecuentes en los actos de los hombres. Esta es una idea que el cronista no comparte. El mal que existe en el mundo proviene casi siempre de la ignorancia, y la buena voluntad sin clarividencia puede ocasionar tantos desastres como la maldad. Los hombres son más bien buenos que malos, y, a decir verdad, no es esta la cuestión. Sólo que ignoran, más o menos, y a esto se le llama virtud o vicio, ya que el vicio más desesperado es el vicio de la ignorancia que cree saberlo todo y se autoriza entonces a matar. El alma del que mata es ciega y no hay verdadera bondad ni verdadero amor sin toda la clarividencia posible.
...Nadie felicita a un maestro por enseñar que dos y dos son cuatro. Se le felicita, acaso, por haber elegido tan bella profesión.
14. Sí, se duerme a esa hora y esto tranquiliza, puesto que el gran deseo de un corazón inquieto es el de poseer interminablemente al ser que ama o hundir a este ser, cuando llega el momento de la ausencia, en un sueño sin orillas que sólo pueda terminar el día del encuentro.

15. Grand seguía hablando y Rieux no captaba todo lo que decía el buen hombre. Comprendía solamente que la obra en cuestión tenía ya muchas páginas, pero que el trabajo que su autor se tomaba en llevarla a la perfección le era muy penoso. "Noches, semanas enteras sobre una palabra..., a veces una simple conjunción." Aquí Grand se detuvo. Sujetó al doctor por un botón del abrigo. Las palabras salían a tropezones de su boca desmantelada.
- Compréndame bien, doctor. En rigor, es fácil escoger entre el mas y el pero. Ya es más difícil optar entre el mas y el y. La dificultad aumenta con el pues y el porque. Pero seguramente lo más difícil que existe es emplear bien el cuyo.
16. "En una hermosa mañana del mes de mayo, una elegante amazona recorría, en una soberbia jaca alazana, las avenidas floridas del Bosque de Bolonia." Se hizo el silencio y con él volvió el rumor de la ciudad atormentada. Grand había dejado la hoja y seguía contemplándola. Después de un momento levantó los ojos.
-¿Qué le parece?
Rieux respondió que aquel comienzo le inspiraba la curiosidad de conocer el resto. Pero Grand dijo con animación que ese punto de vista no era acertado. Daba sobre sus papeles con la palma de la mano, y decía:
-Esto no es más que una aproximación. Cuando haya llegado a transcribir el cuadro que tengo en la imaginación, cuando mi frase tenga el movimiento mismo de este paseo al trote, un, dos, tres, un, dos, tres, entonces el resto será más fácil y sobre todo la ilusión será tal desde el principio que hará posible que digan: "Hay que quitarse el sombrero."
17. Pero para esto tenía aun mucho que roer. Nunca consentiría en entregar esta frase tal como estaba al impresor. Pues a pesar de la satisfacción que a veces le causaba, se daba cuenta de que no se ajustaba enteramente a la realidad y de que, en cierto modo, tenía una ligereza de tono que le daba un carácter, vago, por supuesto, pero con todo perceptible, de clisé.

18. Pregunta: ¿qué hacer para no perder el tiempo? Respuesta: sentirlo en toda su lentitud.
19. El prefecto, agitado, declaró que en todo caso esa no era una manera de razonar.
-Lo importante -dijo Castel- no es que esta manera de razonar sea o no buena, lo importante es que obligue a reflexionar.
20. -No -dijo Rambert con amargura-, usted no puede comprender. Habla usted en el lenguaje de la razón, usted vive en la abstracción.
El doctor levantó los ojos hacia la República y dijo que él no sabía si estaba hablando el lenguaje de la razón, pero que lo que hablaba era el lenguaje de la evidencia y que no era forzosamente lo mismo.
21. En el momento más grave de la epidemia no se vio más que un caso en que los sentimientos humanos fueron más fuertes que el miedo a la muerte entre torturas. Y no fue, como se podría esperar, dos amantes que la pasión arrojase uno hacia el otro por encima del sufrimiento. Se trataba del viejo Castel y de su mujer, casados hacía muchos años. La señora Castel, unos días antes de la epidemia, había ido a una ciudad próxima. No eran una de esas parejas que ofrecen al mundo la imagen de una felicidad ejemplar, y el narrador está a punto de decir que lo más probable era que esos esposos, hasta aquel momento, no tuvieran una gran seguridad de estar satisfechos de su unión. Pero esta separación brutal y prolongada los había llevado a comprender que no podían vivir alejados el uno del otro y, una vez que esta verdad era sacada a la luz, la peste les resultaba poca cosa.
22. Lamentaban entonces la ignorancia en que estaban de su modo de emplear el tiempo; se acusaban de la frivolidad con que habían descuidado el informarse de ello y no haber comprendido que para el que ama, el modo de emplear el tiempo del amado es manantial de todas sus alegrías. Desde ese momento empezaban a remontar la corriente de su amor, examinando sus imperfecciones. En tiempos normales todos sabemos, conscientemente o no, que no hay amor que no pueda ser superado, y por lo tanto, aceptamos con más o menos tranquilidad que el nuestro sea mediocre. Pero el recuerdo es más exigente.

23. Durante semanas estuvimos reducidos a recomenzar la misma carta, a copiar los mismos informes y las mismas llamadas, hasta que al fin las palabras que habían salido sangrantes de nuestro corazón quedaban vacías de sentido. Entonces, escribíamos maquinalmente haciendo por dar, mediante frases muertas, signos de nuestra difícil vida. Y para terminar, a este monólogo estéril y obstinado, a esta conversación árida con un muro, nos parecía preferible la llamada convencional del telégrafo.
24. Pues era ciertamente un sentimiento de exilio aquel vacío que llevábamos dentro de nosotros, aquella emoción precisa; el deseo irrazonado de volver hacia atrás o, al contrario, de apresurar la marcha del tiempo, eran dos flechas abrasadoras en la memoria. Algunas veces nos abandonábamos a la imaginación y nos poníamos a esperar que sonara el timbre o que se oyera un paso familiar en la escalera...
25. Entonces comprendíamos que nuestra separación tenía que durar y que no nos quedaba más remedio que reconciliarnos con el tiempo. Entonces aceptábamos nuestra condición de prisioneros, quedábamos reducidos a nuestro pasado, y si algunos tenían la tentación de vivir en el futuro, tenían que renunciar muy pronto, al menos, en la medida de lo posible, sufriendo finalmente las heridas que la imaginación inflige a los que se confían a ella.
26. El modo más cómodo de conocer una ciudad es averiguar cómo se trabaja en ella, cómo se ama y cómo se muere.

27. Las plagas, en efecto, son una cosa común pero es difícil creer en las plagas cuando las ve uno caer sobre su cabeza. Ha habido en el mundo tantas pestes como guerras y sin embargo, pestes y guerras cogen a las gentes siempre desprevenidas. El doctor Rieux estaba desprevenido como lo estaban nuestros ciudadanos y por esto hay que comprender sus dudas. Por esto hay que comprender también que se callara, indeciso entre la inquietud y la confianza. Cuando estalla una guerra las gentes se dicen: "Esto no puede durar, es demasiado estúpido." Y sin duda una guerra es evidentemente demasiado estúpida, pero eso no impide que dure. La estupidez insiste siempre, uno se daría cuenta de ello si uno no pensara siempre en sí mismo. Nuestros conciudadanos, a este respecto, eran como todo el mundo; pensaban en ellos mismos; dicho de otro modo, eran humanidad: no creían en las plagas. La plaga no está hecha a la medida del hombre, por lo tanto el hombre se dice que la plaga es irreal, es un mal sueño que tiene que pasar. Pero no siempre pasa, y de mal sueño en mal sueño son los hombres los que pasan, y los humanistas en primer lugar, porque no han tomado precauciones.
28. Y además un hombre muerto solamente tiene peso cuando le ha visto uno muerto; cien millones de cadáveres, sembrados a través de la historia, no son más que humo en la imaginación.

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